domingo, diciembre 1, 2024
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Un corto adiós para Jean-Luc Godard

“Todos nosotros nos considerábamos, cuando trabajábamos en Cahiers du Cinema, como futuros realizadores de cine. Frecuentar los cineclubes y la Cinemateca, era ya pensar cine y pensar el cine. Escribir era ya hacer cine, porque, entre escribir y filmar, hay una diferencia cuantitativa, no cualitativa”, Tomado de Cahiers du Cinema, No. 138. Diciembre 1962. Jean-Luc Godard

Juan Guillermo Ramírez

Jean-Luc Godard nació en París el 3 de diciembre de 1930, hijo de un médico protestante y de una hija de banqueros suizos. Estudió en Nyon (Suiza) antes de proseguir su formación en el Liceo Buffon parisino e ingresar más tarde a La Sorbona, en donde se diploma en etnología en 1949.

Durante este período estudiantil se va gestando y adquiere cuerpo la probada condición cinéfila de Godard, quien es habitual frecuentador de cineclubes y de la Cinemateca Francesa, lugares en los que se hace con una más que notable cultura cinematográfica.

Amigo de André Bazin, Eric Rohmer, François Truffaut, Jaques Rivette. En 1950 comienza su labor como crítico de cine en “La Gazette du Cinema” que fundó con Maurice Scherer y Jacques Rivette, para empezar dos años después a colaborar en la célebre “Cahiers du Cinema”, bajo el seudónimo de Hans Lucas.

Trabajó como obrero en la construcción, lo que lo inspiró a realizar su primer corto: Operation Baton. En 1960, escribió el guion de su segundo largo Le Petit Soldat, prohibido tres años por la censura, durante la guerra de Argelia. En 1975, fundó la Sociedad «Son image» con la que dirigió varios filmes para televisión.

El lenguaje de Godard

Radicalidad estética, compromiso político, un sin fin de citas culturales en cada plano y un constante diálogo. Entre los distintos lenguajes del mundo audiovisual es la constante en su filmografía que a fines de los 50 revolucionó junto a sus camaradas de la Nouvelle Vague una cierta forma de ver y hacer cine. Samuel Fuller, Marilyn Monroe, el cine italiano, Virginia Woolf, todos y cada uno de ellos forman parte de un imaginario que pensó el arte como una forma de resistencia frente al orden, la moral y las buenas costumbres.

Su primer largo Sin aliento, (con guion de Truffaut) es una ópera prima contundente, plagada de homenajes al policial negro y a un determinado cine estadounidense. París nunca había sido fotografiada de manera tan magistral como por Raúl Coutard. Es la historia de un ‘amor fou’, entre un evadido de la justicia y una gringa inolvidable en el rostro de Jean Seberg, y es también la historia de una traición.

Luego de este filme, Jean Paul Belmondo iría en camino de convertirse en icono de su cine. Es por esos años que Godard se encuentra con Anna Karina, con quien vivirá un apasionado romance. Filmes como Alphaville, Pierrot le fou, Una mujer es una mujer, y sobre todo ese homenaje a la prostituta que vende su cuerpo, pero no su alma, Vivir su vida, es la constatación que Godard no filmaba a Anna Karina, sino que la acariciaba con la cámara.

Un reportero

La oposición documental/ficción estructura toda la historia del cine y se renueva constantemente según las épocas. Pero es la modernidad que se abre paso en los sesenta, coincidiendo con la eclosión de las nuevas olas europeas, lo que remueve esta relación y proclama el deseo de un acceso directo al mundo frente a la relación artificiosa del espectáculo. La revolución del directo, con los nuevos equipos electrónicos más ligeros, da lugar a una reivindicación de la verdad como discurso mediático frente a la mera verosimilitud de la ficción.

El cine de Godard, en este sentido, actualiza estas dos dimensiones cinematográficas contemporáneas – ficción / no ficción-, ya que para el director francés un cineasta era, en cierta forma y siempre, un reportero de la actualidad.

Su cine, como buena parte de las películas de la Nouvelle Vague, es un cine de la experiencia cotidiana, que esboza arabescos efímeros sobre determinadas actitudes vitales sin necesidad de aportar respuestas definitivas a cada uno de los actos, que utiliza la actualidad de la televisión, los periódicos, la condiciones del florecimiento del fait divers para dar un hálito de fragilidad y viveza a sus propuestas contemporáneas y que desvela la realidad, con desenvoltura o interés, a través de minúsculos parámetros como los ruidos de la calle, las conversaciones sorprendidas al vuelo, la gente entrando y saliendo de los bistrots, poniendo un disco en los juke box o jugando a las máquinas tragaperras.

Cineasta moderno

La ficción —la historia, la diégesis— no es la única condición de legitimidad de este cine basado en pequeñas huellas de vida con el hálito existencial adosado a la cámara, de esa escritura espontánea dedicada a «registrar instantes y filmar series libres con todas sus contradicciones», como señalaba Jean Collet. Se entiende que Godard haya definido sus primeras películas a partir de sus actores, como un documento de determinadas actitudes y gestos esenciales del presente: A bout de souffle sería un documental sobre Jean Seberg y Jean Paul Belmondo, Vivre sa vie se habría concebido como un seguimiento de Anna Karina y Le Mepris, como un documental sobre el cuerpo de Brigitte Bardot.

Naturalmente, el «reportaje» se conjuga con la mise-en-scène, el hombre del rodaje se encuentra con el hombre del montaje. Que se instala en la yuxtaposición y la discontinuidad, que juega con la combinatoria de los fragmentos para evitar todo seguimiento de las intrigas, que se interesa por el intervalo entre las imágenes en busca menos de la distancia que del misterio de lo latente, al igual que le interesaba menos describir a las personas que describir lo que hay entre ellas, como rezaba Belmondo en Pierrot le fou imitando la voz simiesca de Renoir en medio de un sembrado impresionista.

Godard será, sin duda, el cineasta moderno que va a llegar más lejos en la búsqueda de un vocabulario propio en la conjunción entre espontaneidad y experimentación. Pulverizando todas las fronteras de la sintaxis fílmica —raccords, plano-contraplano, elipsis, miradas a cámara— violando la continuidad diegética de los relatos con la utilización formal de viñetas y cartoons, la exploración sistemática de los poderes de la cita, experimentando con el color y el sonido… Y dejando toda suerte de trazas imprevisibles en su recorrido.

Un referente común

Godard se abandona a un tartamudeo entre fragmentos, una suerte de indecisión y de deriva que no quiere plegarse a un orden y menos a conclusiones definitivas de cualquier índole. En el cine godardiano de los ochenta impera la discontinuidad que es la única respiración posible del discurso. Un discurso sobre la imagen, sobre su fabricación (en su doble condición de proceso manual y gesto creativo), pero también sobre el lugar y los modos de captarla. Una suerte de divagación sobre lo visible y lo invisible, la palabra y las cosas, sobre el ejercicio del pensamiento a través de las formas.

El único referente común a todos estos films, en el supuesto de que haya que buscarle alguno, es el trabajo de creación manual y alquímico que anida entre sus imágenes como un valor filosóficamente demostrativo a la par que poético. Ahí aparece en primera instancia el Godard del montaje que en soledad y en libertad compone y estructura musicalmente sus pedazos, que planifica sus films y la manera como hay que repensarlos partiendo de la reserva virtual que anida en sus imágenes. El ensayo como elección de una distancia de la mirada y del cuerpo, como ejercicio de sí en el pensamiento, en línea con las ideas de Ludwig Wittgenstein y de Michel Foucault, dos singulares y fulgurantes faros de las experiencias godardianas recientes.

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