lunes, febrero 10, 2025
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“Le creemos al Gobierno, pero vamos a pasos lentos”

El relato de una campesina y lideresa víctima de la violencia, que soportó aberraciones y «resucitó» para trabajar por la paz

Juan Carlos Hurtado Fonseca
@aurelianolatino

Martha Cecilia Caycedo dice que nació en cautiverio, en las montañas de Colombia porque su padre y su madre vivían allá y la violencia no permitía que muchos campesinos salieran a un centro médico. Eso fue hace 50 años, en parajes selváticos entre Caquetá y Putumayo.

“Mi madre muere cuando yo nazco, porque como no había cómo salir a un hospital la atendió una partera. Me relatan que murió desangrada. Quedé a cuidados de mi padre. Él fue muy valiente, me crio y me sacó adelante”, comenta esta lideresa.

Al hablar en público, su voz altiva y noble esconde el indescriptible sufrimiento de alguien que ha soportado en cuerpo y alma el infierno de la guerra.

Así se le vio cuando se dirigió al taller de la Asamblea Nacional por la Paz, en Pasto, Nariño, realizado por la Unión Sindical Obrera, los pasados 12 y 13 de julio. En su intervención, denunció el atraso vial de su corregimiento La Victoria, en Ipiales, y los vericuetos que deben pasar sus habitantes para poder salir a un centro poblado.

Martha también reveló la tala indiscriminada en lugares vírgenes de las zonas selváticas de Ipiales, donde foráneos y grandes empresas han llegado con maquinaria pesada, han dicho que ahora son los dueños de la montaña y la deforestan para extraer carbón vegetal y madera: “Eso ha sido terrible para el campesino, porque miran de manera indefensa que se está acabando un pulmón muy importante para el medio ambiente. Cuando estaban las FARC no pasaba eso, ellos no lo permitían”.

Un sendero en pareja

La dirigente es una de esas heroínas que pululan en la Colombia olvidada, forjadas por adversidades como hambre, miseria y guerra. Cuando tenía diez años, con su padre se trasladaron a coger café en fincas del Huila y Quindío. Las mujeres iban a trabajos en la cocina, mientras los hombres asistían las cosechas. Cuatro años después, se ubicaron entre Cauca y Nariño aprovechando el furor de la coca.

“Aprendí a leer y a escribir con mi padre. También había libros de alfabetización y aprendí a tener conocimientos de las letras. Luego, salíamos de las veredas hasta cierto punto y un profesor nos enseñaba”.

A sus 20 años, su padre enferma y muere. Tarde fue llevado a un hospital y no pudo ser salvado de un tumor en el estómago. Trabajando en fincas conoce a su compañero de vida: “Comencé a caminar con él y empezamos a seguir buscando la forma de sobrevivir, de seguir adelante. A mis 21 años quedé embarazada de mi primera niña, y a ella sí pudimos sacarla al pueblo a que estudiara, mientras nosotros seguíamos trabajando en la finca, buscando la forma de ahorrar para poder salir a una ciudad y tener una vida tranquila, digna”, rememora esta mujer cuya tez joven y alegre oculta su edad y pesadumbres.

La era Uribe

Se convirtió en alfabetizadora de los niños de otros campesinos, para evitarles los padecimientos que había enfrentado, para que buscaran horizontes distintos a vivir en la selva: “Les enseñaba a leer, a escribir, las vocales, se buscaba la manera de que ellos escribieran mamá, papá, los números y que no se metieran a las montañas porque allá era muy difícil, eran días de camino para llegar a las fincas”.

Recuerda con indignación que de 2002 a 2005, ese territorio vivió uno de los periodos más difíciles y dolorosos. Ya era madre de un hijo y habitaba en los macizos entre Nariño y Cauca, en San Miguel, cerca al río Patía.

Ingresó el Ejército con brazaletes de paramilitares “a reclamar territorio, pero no les importó si había campesinos, niños, mujeres. La guerrilla no permitía que avanzaran. El campesino empezó a ser desaparecido, empezaron las masacres, las mujeres a ser violadas, decían que todos éramos guerrilleros. A mi esposo lo torturaron y a mi niño de dos años se lo llevaron, lo mataron y nos lo mandaron en pedacitos, lo descuartizaron. Fue el Ejército. A mi esposo lo desaparecieron”.

En diciembre de 2004, Martha Cecilia estaba embarazada y fue torturada por hombres del Ejército: “Me violentaron sexualmente, me golpearon y quisieron sacarme el niño vivo del vientre. Me cortaron por todas partes y me dejaron para que terminara de desangrarme, me pasaron por muerta. Recuerdo que eran horas de la madrugada, había combates, se oían las plomaceras, empezaron a llegar los aviones fantasmas. Me dejaron botada en la montaña y vine a tener razón de todo lo que viví cuando ya estaba recuperada de mis heridas”.

No tiene idea de quién la salvó. Seguramente un ángel de la selva que se la arrebató a la hoz de la muerte y la llevó a la puerta de un hospital en una cabecera municipal, donde pudo tener a su hijo, quien ahora tiene 19 años.

Tierra para recomenzar

Tanto tiempo de sufrimiento y aberraciones la curtieron, pero no lograron que perdiera su ternura y sensibilidad. Por el contrario, forjaron habilidades y se convirtió en una lideresa y luchadora por la paz en su territorio.

Denunció los abusos de los que fue víctima: “La Fiscalía nunca me llamó, nunca hizo seguimiento al caso, nunca me dijo ‘hay que hacer esto’, por el contrario, tuve persecución, no podía estar tranquila, sentí que por haber declarado iba a ser un blanco”. Salió para Ecuador donde enfermó y regresó a Ipiales para arraigarse y volver a comenzar.

Ahora, ve con preocupación que la guerra como se vivió en esos años está volviendo al territorio, esta vez con otros actores, disímiles y difusos, y algunos cuentan con la complicidad de miembros de la fuerza pública.

Aun así, tiene fe en que este Gobierno concrete la paz: “Si le mete ánimo, las víctimas tendremos tranquilidad. Le pido al Gobierno que con la restitución podamos tener un pedazo de tierra, un lugar digno para vivir. Le creemos al Gobierno, pero vamos a pasos lentos, no se ha mirado un avance grande, significativo”, concluye con esperanza Martha Cecilia Caycedo.

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