El Gobierno del cambio ha inaugurado un nuevo discurso que plantea una relación diferente con los poderes globales, pero no es suficiente
Federico García Naranjo
@garcianaranjo
Tal vez uno de los logros más importantes del Gobierno de Gustavo Petro ha sido el cambio en la política exterior. De una política inspirada en el principio Respice Polum (estrella polar), que sometía la acción internacional de Colombia a los intereses de Estados Unidos, se ha pasado a una política que plantea la relación binacional en términos de respeto y que dota de un nuevo contenido los temas habituales en la agenda.
Sin embargo, el protagonismo del presidente y la atención que despiertan en todo el mundo sus reflexiones y propuestas sobre temas como la paz mundial o la crisis climática, no nos pueden hacer soslayar algunos aspectos preocupantes. Aspectos que, tanto en lo coyuntural como en lo estratégico, pueden causar problemas a largo plazo para la soberanía y la independencia del país.
Estados Unidos
La potencia del norte ha sido desde hace 150 años el país con el que Colombia tiene una relación más estrecha, establecida siempre en términos de subordinación y obediencia. El lenguaje diplomático siempre ha insistido en utilizar palabras como “cooperación” y “coordinación” para describir los vínculos entre los dos países, pero lo cierto es que tanto la política exterior como las políticas públicas internas de Colombia han sido dictadas históricamente desde Washington.
El Gobierno del cambio sí ha planteado un nuevo tono “de igual a igual” entre los dos países y ha logrado reorientar el contenido de los temas de la agenda. Por ejemplo, ahora se habla de un “enfoque comprensivo” sobre el problema del narcotráfico, se le da importancia al problema ambiental y se hacen declaraciones de preocupación y compromiso con la transición energética. Sin embargo, en lo estructural, la injerencia estadounidense en los asuntos internos sigue intacta.
Continúan vigentes los “acuerdos” que conceden inmunidad diplomática a los militares estadounidenses que operan en Colombia, continuamos permitiendo su acceso prácticamente total a las instalaciones militares en el país, seguimos participando en ejercicios militares conjuntos como el Southern Seas 2024 y, en resumen, seguimos siendo un país “socio” de la OTAN.
En ese sentido, son importantes –y emocionantes, hay que decirlo– las declaraciones del presidente en foros internacionales sobre el genocidio en Palestina o la necesidad de superar el capitalismo fósil. Sin embargo, su impacto real es solo simbólico –que no es algo menor– porque en la práctica seguimos siendo un peón militar del imperio, con todo lo que eso significa para nuestra autonomía como país.
Venezuela
La posición asumida por el Gobierno colombiano frente al resultado de las elecciones presidenciales en el país hermano ha sido la de no tomar partido, esperar el resultado definitivo y solicitar un diálogo interno que conduzca a un acuerdo político entre el chavismo y la oposición para superar definitivamente la crisis. Este equilibrismo diplomático se explica por varias razones. Primero, la necesidad de mantener buenas relaciones con Venezuela, teniendo en cuenta los intereses comerciales comunes y la calidad de garante que el país bolivariano tiene en los distintos procesos de la Paz Total.
Segundo, dejar abierta la posibilidad de fungir como mediador en un futuro acercamiento entre las partes, bien sea entre el Gobierno y la oposición, o entre Venezuela y Estados Unidos, que es donde está la verdadera contradicción. Y tercero, no atizar demasiado la disputa política interna. Si bien –como era de esperarse– la postura de la Cancillería fue criticada por la derecha criolla, la mayoría de la opinión pública la aplaudió y el tema rápidamente salió de los titulares.
El problema de la postura colombiana es que está considerada desde una perspectiva demasiado coyuntural. Es un equilibrismo diseñado para apagar un incendio, pero no para sofocar el origen del fuego. Y el origen del fuego es el petróleo venezolano y la decisión soberana de no ponerlo al servicio de los intereses estadounidenses. El problema no es la democracia en el país hermano, ni los derechos humanos, ni las libertades económicas. No, el problema es que Estados Unidos necesita tener acceso libre al petróleo venezolano si quiere mantener su hegemonía global cien años más.
Por eso hoy es el petróleo de los vecinos, pero mañana puede ser el agua en la Amazonía colombiana. No reconocer el triunfo de Nicolás Maduro puede ser una decisión muy hábil en el corto plazo, pero sienta un precedente peligroso porque da pie para que en el futuro tampoco se reconozca a un gobierno que en Colombia decida defender nuestra soberanía sobre las fuentes hídricas ante el apetito de las multinacionales y los marines.
Nicaragua
La vecindad en el archipiélago de San Andrés y Providencia, el litigio entre los dos países por la soberanía sobre estas aguas y la posterior pérdida de más de 70 mil kilómetros cuadrados de mar territorial en favor de los vecinos, han marcado las relaciones entre nosotros desde hace, al menos cuarenta años. La historia enseñará que mientras en Colombia el proceso legal no se asumió con seriedad y sí como una repartija clientelista, los nicaragüenses lo entendieron como un asunto de Estado, hicieron la tarea con seriedad y ganaron el litigio.
Así, la histórica torpeza diplomática de Colombia se ha expresado no solo en la forma ligera como se enfrentó el litigio sino en el tono que ha caracterizado el discurso hacia el país centroamericano. Si bien este Gobierno ha procurado disminuir la intensidad de la confrontación verbal con Nicaragua, es cierto que ha utilizado epítetos desobligantes para referirse al Gobierno nicaragüense, a sus dirigentes más importantes y al propio proceso político.
Aquí, de nuevo, el problema es práctico. Tensar las relaciones con Nicaragua puede traer réditos políticos internos pero impide avanzar en las conversaciones sobre un aprovechamiento compartido y sostenible del mar de San Andrés, ahora nicaragüense. De nuevo, los principales perjudicados por las disputas de alto nivel son los más débiles, en este caso, los pescadores artesanales del archipiélago.
Balance agridulce
El nuevo tono en el discurso exterior de Colombia es sin duda una buena noticia, pero no es suficiente. Es cierto que seguimos siendo un país subordinado y que las necesidades políticas inmediatas no dan espera, pero debe reflexionarse sobre las implicaciones a largo plazo de tanta complacencia y advertir la necesidad de defender los intereses de Colombia hoy y en el futuro.
No se trata solo de “apagar incendios”. A veces hay que asumir el costo político de una decisión independiente, y por tanto difícil. Por eso, ¿independencia o miedo?
El goblerno de Colombia debe plantearse la decisión de dejar de ser «socio» de la Otan. Esa es una organización para la guerra y no para la paz y estabilidad del mundo.