jueves, abril 18, 2024
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Los reyes del mundo, un poema de lamentación

“Porque me llevan a las tierras / Donde al fin podré de nuevo / Respirar adentro y hondo / Alegrías del corazón / Y no me digas ¡pobre! / Por ir viajando así / ¿No ves que estoy contento? / ¿No ves que voy feliz?”, Tren al Sur, Los Prisioneros

Juan Guillermo Ramírez

El cine colombiano ha mostrado una lealtad feroz a los desposeídos del país: a la generación que perdió sus tierras por la explotación y sus amarres morales al narcotráfico, a los niños que crecieron sin padres en las calles o encontraron refugio en las milicias.

También ha demostrado ser un semillero de experimentos artísticos. Películas como Monos (2019) y La Jauría (2022), en las que el mito, la magia y la observación documental chocan y se mezclan, destacan por su energía desenfrenada y su total desprecio por las categorías prescritas. Las historias no se cuentan tanto como se experimentan imaginariamente. En un país con tan pocas reglas visibles, todo es posible.

Con una cuidadosa fotografía, Los reyes del mundo arranca en las convulsas calles de Medellín, en una imagen hipnótica en la que destaca un caballo blanco que se convertirá en símbolo. Está protagonizada por cinco muchachos de la calle de Medellín, desbordantes de rabia y de furor, de energía y vitalidad, pero también de soledad y de ausencias en su vida cotidiana, que sobreviven a base de picaresca en un mundo salvaje y violento, sin más patrimonio que su íntima desesperación.

La herencia

Su suerte parece cambiar cuando uno de ellos, Ra, recibe una notificación que le informa que ha heredado unas tierras de su abuela. Forma parte de un programa de restitución de tierras del Gobierno por el cual se devuelven parcelas confiscadas a los paramilitares.

Junto a sus amigos, el protagonista emprende un viaje por la jungla colombiana en busca del tesoro perdido, emprenderán un viaje a la tierra prometida, a su Ítaca imposible, cuyo único argumento es la total ausencia de argumento.

Los reyes del mundo cuenta la historia de Ra, un joven de 19 años. Viviendo sin hogar en las calles de Medellín, es el líder indiscutible de una pandilla de inocentes duros compuesta por Sere, Nano, Winny y el problemático Culebro, que siempre está cayendo fuera de línea.

Ra pronto descubre que ha heredado una casa en una zona rural a pocas horas de distancia, resultado de un plan del gobierno colombiano para devolver propiedades a familias desplazadas por las FARC durante el conflicto. Los cinco emprenden el camino y la historia de su viaje es la historia de la película.

En cada etapa alguien les advertirá en lo que se están metiendo: Pórtense bien, les aconseja sombríamente una mujer, así los matarán a ustedes los últimos. En pos de un imaginario caballo blanco que es una especie de Moby Dick lírico y fantasmal para los protagonistas, estos recorren diferentes escenarios de un país devastado para acabar encontrándose con que los poderosos siguen gobernando y explotando la tierra al margen de todo tipo de leyes.

La tierra prometida

Podría tratarse de un retrato social con ecos neorrealistas, pero la poderosa puesta en escena de Laura Mora (la misma de Matar a Jesús) se aleja de lo prosaico para encontrar poderosas y percutientes metáforas visuales que hablan, sin impostarlo desde fuera, de una realidad atroz. El resultado es un viaje en busca de la tierra prometida que tiene algo de trance y de hipnosis, de cuento lírico y de enloquecida aventura en busca de El Dorado.

Algunos, solo los que lleguen, despertarán del velo de esperanza que aún conservan, durante las pocas noches que el hambre no les impide dormir. Otros confirmarán que solo serán fuertes, si odian todavía más. Todos perderán su adolescencia.

Simbolismo, poesía, lirismo frente a la violencia de los desheredados. Es un canto a la desobediencia que también lo es a la necesidad de resistir. Viven fuera del mundo, en un mundo que hace tiempo perdió el sentido mismo del tiempo.

La esperanza inadmisible exhibe de hecho una estructura a base de estrofas de estilo trascendental que son a la vez viñetas líricas y epifanías de diversa índole, epifanías bárbaras de áspera cara ante “La vorágine” (de la novela fundacional de José Eustasio Rivera sin mácula de realismo mágico) de la inmutable naturaleza devorahombres, epifanías exultantes hasta en la tragedia de la fotografía en perpetuo trance del visionario David Gallegos (el de El abrazo de la serpiente de Ciro Guerra), abriéndose paso entre la niebla, o mirando a Ra recobrar sus papeles dispersos entre la maleza de la jungla.

Epifanías subjetivistas emblematizadas por el recorrido de abismados rostros sobre el abismo, en cierto memorable travelling lateral que va develando los monólogos interiores (Yo no quisiera dormir/ Yo no quiero envejecer/ Yo quisiera ser invisible, como la sombra) de esos nuevos eternos ángeles caídos al estilo Las alas del deseo de Wenders.

Epifanías

Epifanías infestadas por la ronda en leitmotiv de un sublime caballo blanco inoportunamente ubicuo, epifanías consumadas en sí mismas como el columpiarse trepados sobre la cerca de una propiedad privada campestre, epifanías cándidas como la confrontación de las ruinas caseras con la imagen de una casita idílica, o epifanías de apagadas imágenes sonoras que hacen resonar la música presuntuosa del mexicano Leonardo Heiblum, de posrockeros acordes indistintos casi indiferentes, porque son epifanías marcadas (y maceradas) por largas pausas en negro elíptico y contundente.

Y la esperanza inadmisible pierde a sus empequeñecidos héroes adolescentes en la polvareda de una burlona agresión minera dentro de un espacio fractal, con seguimiento de tiros, y la recuperación soñada en un islote-barcaza inane a la deriva.

Hay algunas desventajas. La voz en off poética utilizada de forma intermitente supera los requisitos, mientras que la tolerancia de los espectadores hacia el simbolismo del caballo blanco se pondrá a prueba hasta el límite. De hecho, muchos encontrarán desagradable el aire de exceso.

En su idealismo romántico, en comparación con los horribles ejemplos de humanidad que se encuentran en su camino (los seres humanos son jodidamente horribles, señala en un momento), Ra es de hecho el rey que el título nos dice que es.

La película empieza a escaparse del realismo inicial y a correrse hacia esa zona un tanto más enredado que bordea con el realismo mágico. Sin caer del todo ahí, la película empieza a habilitar más y más el costado de la fábula que está ligada al viaje, y las situaciones tensas y violentas que viven cobran características bastante distintas a las iniciales.

Como sucede en muchas road movies (Apocalypse Now es un claro caso), la tortuosa experiencia del viaje, de la supervivencia, va alterando la percepción de la realidad. Y en un momento nadie tiene muy en claro los límites entre una cosa y otra. En su segunda mitad, la película pierde la potencia de crónica urbana que traía en un principio, entrando en terrenos más metafóricos y no tan logrados narrativamente.

Más allá de esa desviación de la ruta elegida, la película pone en el mapa cinematográfico mundial a otra película colombiana reciente que trata de pensar las maneras en la que esa «historia de violencia» que dominó al país durante décadas, sigue afectando las vidas de los jóvenes de hoy. Por más ‘reparaciones’ que se intenten hacer con leyes de improbable cumplimiento, las cosas no cambian de un momento a otro.

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