Como en Colombia, en México la muerte siempre ha estado presente. Este ilustrador la reflejó mejor que nadie con originalidad y humor, mediante una expresión basada en la tradición popular
Leonidas Arango
arangoleo@gmail.com
Mucho se conoce de la obra de José Guadalupe Posada Aguilar, pero muy poco de su vida. Nació el 2 de febrero de 1852 en Aguascalientes, México; desde joven mostró un talento natural para el dibujo. A regañadientes, su padre le permitió ingresar al taller del grabador local Trinidad Pedroso, quien le enseñó los secretos del arte litográfico. Con su innata facilidad para la caricatura, empezó a publicar viñetas en la prensa local.
Pedroso, el taller y Guadalupe se trasladaron a León, Guanajuato. El joven, presionado por la familia, se empleó como instructor de litografía durante cinco años en una escuela técnica, sin dejar de producir ilustraciones populares con un dominio profesional que permitió llevar su obra artística a los grandes públicos, en su mayoría analfabetos.
Se casó en 1875 con María Jesús Vela y nació su único hijo, Sabino. Con los ahorros de seis años, compró el taller de Pedroso y, en 1888, cuando el negocio prosperaba, una inundación fluvial arrasó su taller, lo dejó en la ruina y tuvo que trasladarse a Ciudad de México. Un solo editor monopolizaba la escena gráfica de la capital y José Guadalupe se resignó a ser un empleado en el taller de Ireneo Paz, donde elaboró cientos de grabados que dispararon su cotización.
Obra nacionalista y popular
Con 35 años de edad, abrió su propio taller y conoció al impresor Antonio Venegas Arroyo, con quien iba a colaborar en la tarea de informar al pueblo en lenguaje escrito y gráfico sobre los más diversos acontecimientos. La bonanza económica le permitió experimentar métodos para acelerar la producción técnica.
Durante 23 años, laboró con Vanegas y otros editores en publicaciones de carácter nacionalista y popular. Trabajador incansable, recibió en su taller gran cantidad de encargos para ilustraciones de toda clase: recetarios de cocina, caricatura política, historietas, plegarias, cancioneros, leyendas, cuentos para niños, almanaques, epidemias, catástrofes naturales y crímenes truculentos que plasmaba con sano amarillismo porque las imágenes de perversidad y bestialidad debían ser lecciones de moral pública.
Años después, los protagonistas del nacionalismo en las artes plásticas ─Diego Rivera, Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros─ lo mitificaron como un artista comprometido. Tuvo ideas progresistas, pero fue más que todo un cronista de las tensiones sociales que no llegó al activismo. Trazó un panorama de la vida mexicana señalando los prejuicios y lacras de la realidad de la época, y alguna sátira política lo llevó a la cárcel.
Las calaveras y la vida
Los famosos esqueletos y calaveras de Posada interpretan el sentimiento del mexicano sencillo que no temía a la muerte, sino a la angustia de la vida. No dibujó tantos huesos como parece, pero Posada fusionó en ellos visiones precolombinas, coloniales y republicanas ilustradas con humor, dramatismo y vitalidad donde la muerte también disfruta la vida cotidiana sin molestar a nadie. Según expresó él mismo, “la muerte es democrática, ya que, a fin de cuentas ─güera, morena, rica o pobre─ toda la gente acaba siendo calavera”.
En enero de 1900, cuando tocaba el cielo con las manos murió su hijo, que aspiraba a convertirse en artista, y tiempo después su mujer. Hundido en la depresión, se volcó a la bebida. El golpe de gracia fue el estallido de la Revolución mexicana: en la convulsión general, el trabajo empezó a escasear, y el respetable maestro pasó a ser un artesano grabador. Agobiado por las deudas, se recluyó en un sector miserable de la capital.
José Guadalupe Posada murió en el anonimato después de 42 años de vida productiva. Al sepelio asistieron solo dos vecinos y un tipógrafo. Sus restos estuvieron varios años en una tumba gratuita de ínfima clase en el Panteón de Dolores y, como otra “calavera del montón”, acabaron en una fosa común.
Sus quince mil ilustraciones de todos los géneros y alta calidad lo elevan como un ícono universal que consolidó una visión nacionalista del arte y el periodismo.
La Catrina
La Catrina, famosa en el mundo, nació como una burla de Posada a las llamadas “garbanceras”, graneras enriquecidas que renegaban de su origen tratando de imitar la moda de las élites europeas. La retrató como una elegante calavera ataviada con sombrero francés de velos, flores y plumas y le asignó un texto:
Hay hermosas garbanceras
de corsé y alto tacón;
pero han de ser calaveras,
calaveras del montón.
Rivera puso ropa y más huesos a la garbancera, la bautizó Catrina y la hizo protagonista de su célebre mural Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central. Ella luce una estola de plumas que evoca al dios Quetzalcóatl (Serpiente Emplumada) y desfila entre Posada y el mismo Rivera autorretratado como un niño que da la mano a Catrina y está protegido por su esposa Frida Kahlo. A su derecha, el prócer cubano José Martí. La Catrina se instaló para siempre en la celebración mexicana del Día de Muertos.
Para Diego Rivera, Posada fue un “guerrillero de hojas volantes… tan grande como Goya… un creador de una riqueza inagotable que producía como un manantial de agua hirviente”; la suya “es la obra de arte por excelencia. Ninguno lo imitará. Ninguno lo definirá. Por su forma es toda la plástica; por su contenido es toda la vida, cosas que no pueden encerrarse en la miserable gaveta de una definición”.