jueves, abril 18, 2024
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Por una gestualidad sublime

«Chu Ping fue Chili Yi para aprender a matar dragones. Estudió tres años y gastó toda su fortuna hasta conocer a fondo la materia. Pero había tan pocos dragones que Chu no encontró dónde practicas su arte», Chuang DSI

Juan Guillermo Ramírez

Nacida bajo los mejores auspicios -la adaptación del best-seller de Lilian Lee-, apadrinada por Hsu Feng, la actriz mítica de King Hu, ahora productora, coproducida por China y Hong Kong, Adiós a mi concubina, la película de Chen Kaige divide, no necesariamente al público en general sino al espectador en particular, pues la película comienza encontrándose al interior de su propia génesis y termina en una ruptura definitiva: la muerte. Su visión pendula entre una emoción y una admiración intactas y una irritación ante una estetización que fractura la emoción que se acumula. Porque es una estética del exceso y de lo profuso, algunas veces calificada impropiamente de ‘barroca’, nacida de ese arte totalmente extraño a la cultura y a las concepciones occidentales como es la ópera China.

El realismo está presente en Adiós a mi concubina bajo la descripción documental, algunas veces clínica, del dedo de Douzi amputado por una daga de una madre prostituta para poder ser admitido en la escuela del maestro Guan. La infancia y la adolescencia difíciles de Shitou y Douzi pertenecen a un género ya convenido, la novela del aprendizaje, un rito de iniciación, pero el realizador le da un color particular. Esta ceremonia con sus colores y sus paisajes interiores, irrumpen como el verdadero pretexto de la historia, justificando así los altos contenidos estéticos con los cuales Kaige filma y registra los gestos de la cotidianidad. Porque aquí la imagen de estos niños, empujados por lo más oscuro de la desesperanza y por los sueños infantiles, es lo que le da sabor a la existencia y movimiento, así se inscribe en una puesta en escena ritualizada, que es ella misma su propio fin, orden sin cesar restaurado en el desorden de la vida.

Aunque todo el universo de Chen Kaige se encuentra fundamentado en una serie de códigos rituales como son el aprendizaje, el respeto y lo perpetuo, marcan las diferentes etapas de la vida de sus personajes. El verdadero tema de la película, la gestualidad acompañada de un tratado de colores, no es un instante escamoteado, seguido posteriormente por la partida de la infancia martirizada de los dos actores principales, el dan -papel femenino- y el sheng -papel masculino-, atravesando la Historia; es el ritual sostenido por las leyes intangibles de los colores obligados y por los gestos impuestos, reuniendo muy directamente las precedentes experiencias de Kaige, inscribiéndolo en una verdadera cultura de tradición popular. Esto es lo que narran Douzi y Shitou en casi 40 años de vida en ópera, convertidos en celebridades bajo los nombres de Dieyi y Xiaolou –la concubina y el rey-, con un fervor popular alimentado en cada uno de los ritos que ellos encarnan.

Chen Kaige filma a sus personajes como seres ritualizados, codificados, casi autómatas, así como los dirigía su maestro de la ópera, reinando tiránicamente las escuelas de formación. Todo esto lleva a la película a su contexto estético, casi cinematográfico, en donde la apariencia es la verdad, en donde un traje, un vestido, una figura viviente pintada, un gesto, dicen sin ningún error posible, lo verdadero de cada personaje, de cada sentimiento.

Palma de Oro en Cannes de 1993, Adiós a mi concubina deslumbra por su espectacular resplandor, su constante belleza formal y la riqueza de sus resonancias. Un ejemplo más del ímpetu creador que refleja una China caótica y empotrada en sus contradicciones.

Así como Sacha Guitry, quien nunca dejó de bordar sobre el tema del comediante y de su doble, nunca llegó a imaginar que el espejo ante el cual se maquilla el actor antes de entrar a escena, podía no solamente representar la doble naturaleza –hombre/mujer, realidad/ficción- del individuo, sino también expresar la ambigüedad de la historia, mostrar las máscaras del destino de su pueblo. Y es que Sacha Guitry no pudo presenciar Adiós a mi concubina.

Una película que impacta por su espectacular resplandor, su constante belleza estética, la riqueza de sus resonancias, la genialidad con la cual fabula cincuenta años de historia china, a través del relato íntimo y extravagante de dos actores aprendices, convertidos en estrellas de ese teatro ritual, más conocido como la Ópera de Pekín.

Adiós a mi concubina es, en primer grado, una ópera china de la amalgama de las óperas tradicionales del siglo XVIII. Evoca la guerra de rayos rivales. Uno de ellos se cree perdido y exhorta a su concubina a huir. Ella rehúsa, canta y baila por una última vez para su rey, le desenvaina su espada y se corta la garganta.

Adaptada de una novela de Lilian Lee, la película cuenta la historia de dos niños que se unen en una amistad inextricable, en el colegio de comediantes en donde se inculca, por los métodos más violentos, las reglas infernales de la ópera china, exigiéndole al actor la manifestación del cantante, del bailarín, del acróbata y del mimo. Adultos, Xiaolou y Dieyi conquistarán los dos papeles faros del repertorio, el rey y su concubina: desde el siglo XVIII, les está prohibido a las mujeres interpretar en la ópera –en principio para salvaguardar la moralidad del grupo-.

Adiós a mi concubina marca un camino conformado por las llaves de una interpretación en esta ópera de la fidelidad, que revela ser un festival a la traición. A través de la permanencia del rito operático, se levanta una China eterna que parece sobrevivir bajo las máscaras pasajeras del poder que se sucede: señores de la guerra, militares nipones, pontífices republicanos o agitadores maoístas.

Es también el período de la revolución cultural que el realizador Chen Kaige –el mismo de esa obra maestra llamada Sorgo rojo– reserva con un trato más agudo, esas secuencias ideológicamente en la tortura y en la autocrítica. Todo este material visual complejo, simultáneamente pasional y codificado, es tratado con una maestría formal en donde se entremezclan el tratamiento pictórico de las luces y sombras y los colores con el acertado movimiento de la cámara, el manejo del ritmo y del tiempo, y por supuesto, la banda sonora, el uso de los decorados, el vestuario, lo sugestivo de maquillaje.

Algunos críticos se maravillan de los dones del cinematografista italiano Bernardo Bertolucci, preguntándose si prefieren la riqueza temática y simbólica de sus primeras películas como El conformista o La estrategia de la araña, o el esplendor lujoso y decorativo de sus películas como El último emperador o El cielo protector. De lo que sí estamos seguros es que Chen Kaige, con su personal visión, une en Adiós a mi concubina, las cualidades de las dos épocas de Bertolucci: sus imágenes golpean tanto por la riqueza del sentido como por la perfección del estilo.

Link: https://cinefiliamalversa.blogspot.com/2017/07/ba-wang-bie-ji-adios-mi-concubina-1993.html

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