No toda obra literaria narrativa se lleva bien con el cine. Cuanto más abierto sea el campo asociativo que produce un texto, más difícil resulta su trasposición a la pantalla
Juan Guillermo Ramírez
Si el cine puede imitar ciertos modos de narrar de la literatura, se encuentra con problemas a la hora de aludir. La literatura puede hacer explotar el campo asociativo: el lector puede producir incontables imágenes a partir de una línea poética acertada; el cine, en cambio, cuanto más poderoso es visualmente, cuanto mejor cine es, más ocluye la producción de imágenes mentales del espectador.
El cine se caracteriza por imponer una presencia de la imagen de la pantalla, algo relacionado con el spectrum de la fotografía que propuso Barthes, y por eso reduce el campo asociativo que acarrean las imágenes. Así, el cine se enfrenta a dificultades cuando trata de trasponer un lenguaje poético que produce múltiples asociaciones, traslaciones, derivas y desplazamientos de sentido.
Tiene su propia poética y, ante ciertas obras literarias, el motivo para aceptar el desafío de hacer una trasposición no resulta claro. Quienes, como Rodrigo Prieto, el director de Pedro Páramo, se lo proponen suelen aducir que han intentado una interpretación de la obra original. El problema es que una obra de arte, si bien puede hablar de otras obras anteriores, no tiene por función interpretar. El objeto de una trasposición a cine no debería intentar decir lo mismo por otros medios —una pretensión difícil de defender, puesto que eso ya lo dijo el original—, sino la creación de una obra nueva, provocada por la lectura del original.
Guion, libro y fotografía
El director Rodrigo Prieto tiene una larga carrera como director de fotografía. Trabajó en numerosas películas de Hollywood: El irlandés, Los asesinos de la luna, Barbie, Secreto en la montaña, El lobo de Wall Street y obtuvo un Oscar por su trabajo en Argo. Pedro Páramo es su primer trabajo como director.
El guion fue escrito por el español Mateo Gil (Abre los ojos, Mar adentro), quien en algunos de sus guiones y direcciones ha manifestado cierta inclinación por distintos aspectos de la muerte, y aquí parece confirmarlo. La opción de Gil fue la de seguir con gran fidelidad el texto de Rulfo. El libro está conformado por unos 60 capítulos o secuencias breves, que se presentan en la página con una separación de algunas líneas en blanco. Las indicaciones de cambio de lugar y tiempo son escasas, y surgen más que nada del diálogo de los personajes en cada uno de los fragmentos, o de ciertos indicios de la descripción.
A la excelente fotografía le falta oscuridad, una oscuridad que no proviene tanto de la falta de luz, sino más bien de la falta de esperanza, una ausencia que llena el texto. Al diseño de producción y a la escenografía les sobra precisión y calidad, pero, en el texto, la vacilación entre las huellas polvorientas del pasado y la actualidad de lo que ocurre en las mentes que cuentan produce un espesor de sentido que no alcanza la película.
La narrativa
El resultado es la eficiencia, la claridad, la transparencia de propósito. Esta no es una interpretación de Pedro Páramo, es una traducción paternalista que desentraña la compleja construcción de la novela para reconfigurarla en algo más digerible. Es un acto de divulgación (en el peor sentido de la palabra), una simplificación, una transposición a lo visual. Por eso la película carece completamente de imaginación metafórica. Lo que dice el texto, se pone en pantalla: una mujer se hace lodo, Juan Preciado se muere de miedo, las personas desaparecen, Pedro Páramo se transforma en un montón de piedras, los murmullos murmuran.
La imaginación no alcanza aquí, ni siquiera, para encontrar un paisaje original: todo está tomado de la obra fotográfica de Rulfo, de precisas reconstrucciones de la época, de los cielos de Gabriel Figueroa. El movimiento de la cámara, las largas secuencias de fiesta o deambulaciones por Comala señalan la vida. El polvo, el viento y la cámara centrada en Juan Preciado señalan la soledad. No hay más. El único momento en donde Prieto se permite un sentido menos literal es en la representación visual de los sueños eróticos, de fiebre, de Susana San Juan.
A pesar de todos sus desvíos narrativos y alucinaciones oníricas, Pedro Páramo se mantiene unida por una única pregunta narrativa: ¿puede la maldad de un hombre ser lo suficientemente intensa como para corromper la bondad de todos los que lo rodean? Si damos por sentado que el presente puede ser arruinado irreparablemente por nuestra propia naturaleza malvada, lo único que queda por considerar es si es posible salvar un futuro que ya ha sido envenenado por las réplicas de nuestros propios pecados.
La esencia en la pantalla
El resultado no siempre es del todo convincente, ya que la película peca por momentos de demasiado solemne en el uso de las voces en off y derivativa hasta lo confuso, pero Prieto le suma al notable despliegue visual (algo felizmente previsible viniendo de un artista como él) unas cuantas escenas pesadillescas, eróticas o políticamente tensas (la historia transcurre en plena revolución cristera de finales de la década de 1920).
Nos encontramos con una película contenida, ceñida a las convenciones y deseosa de explicarse y encajar con el imaginario en torno a su material de origen. Hay también momentos de mayor fluidez y autenticidad y son precisamente aquellos que no son totalmente fieles a la fuente, en los que hay espacio para adueñarse del material y trasladar su esencia a la pantalla.
Las memorias de Susana San Juan en blanco y negro con el mar abrazándola construyen un mundo sensual y propio del personaje y de la película; de igual forma, el recuerdo recurrente de Susana niña bajando al subsuelo atada a una cuerda y perdiendo la conciencia, es de una belleza visual que recuerda al Rodrigo Prieto de Silencio o Asesinos de la luna. Estos recuerdos vuelven a ella y nos permiten asomarnos al interior de un personaje críptico, que en esta película encuentra una versión profunda e intensa.