El autor hace un retrato, pocas veces ideado, para describir una región de guerra, tratando de romper un “pesado silencio” y propone una nueva narrativa desde una estética y ética de memorias colectivas, que no esconda realidades y cuente con otros lenguajes los 100 años de soledad del sur
Jonathan Alexander España Eraso
Una herida cultural
Si pensamos en las actuales masacres en Nariño, nos llega de golpe el pasado, el silencio, el desaliento y, en palabras de Paul Celan, “la cicatriz del tiempo / se abre / y cubre la tierra de sangre”. La memoria, al abrirse, habla. En ella, el horror es la historia de las víctimas. En el recuerdo, el otro, nuestro prójimo, sigue siendo exterminado.
A fuerza de enfrentar lo que vivimos, de nombrarnos desde una gramática de lo inhumano, propuesta por George Steiner, donde no existe la diferencia, debemos leer y escribir de otro modo lo que somos para humanizar la realidad.
Estamos viviendo una crisis de la cultura, cuya herida no cicatriza. Una lógica empieza a primar: el yo se manifiesta en contra del otro. No se hace política y oración, si no velando por los intereses propios. El amor se aleja de su esencia. La ética pierde sus raíces. No existe el otro sólo el uno mismo.
Y, al igual que la ciencia y la técnica, no permitimos el cuestionamiento. Nos alejamos de lo trágico, pues no queremos sufrir. Bloqueamos las realidades que nos aquejan. Dejamos en crisis nuestra memoria. Olvidamos el pasado. Nos quedamos sin soporte. ¿Qué nos queda? Sólo la desmemoria, la falsa identidad. Por eso, es que se ve distante generar una reconstrucción de la memoria histórica del conflicto armado colombiano.
No se trata de que la memoria sea un lastre, sino una dimensión para que la justicia se dé. Si reparamos al otro también nos reparamos porque, recordando al poeta francés Arthur Rimbaud, “yo es otro”.
Así la esperanza se vuelve más realista que utópica.
El fracaso del héroe
Imaginemos que, si tuviéramos la posibilidad de disponer de las narraciones de cada nariñense, podríamos detectar las grandes formas del relato que nos constituye. Notaríamos con claridad que estamos determinados, a pesar de los lugares, climas, idiosincrasias, por una forma de contar: la del héroe trágico que está sentenciado a desaparecer por el relato que él mismo ha creado. A pesar de eso, las narraciones formarían el contexto de una novela. Ella nos detendría en su flujo. Nos captaría en su rumor.
De por sí, esa novela en la que nos asumiríamos estaría siempre en tensión con sus narraciones. La tensión sería su forma. Entre la realidad y la ficción se desenvolvería su trama. Yo le agregaría algo más: entre dos naturalezas distintas ─lo que es y lo que todavía no es─, el héroe trágico que imagino se posicionaría entre ellos, estaría en el medio. Para darle más carne a lo que propongo, añado lo siguiente: György Lukács, en su Teoría de la novela, 1920, ─uno de los grandes libros del siglo XX─, propone que ese héroe intenta moverse de un mundo al otro, pero fracasa en el intento de unir lo que no se puede unir.
En esa novela que describo, viendo lo que somos y lo que desconocemos ser, representaríamos la forma de esa unidad imposible: lo real con lo ficcional.
Alguna vez, no sé en dónde, le escuché al fallecido Silvio Sánchez, profesor universitario pastuso, que lo que nos resta es reescribir una novela que cuente los cien años de soledad del sur, para que narremos las fronteras en las que el otro es una presencia trágica y múltiple, y Nariño, a pesar de todo, “(…) un texto que vale la pena escribirlo de manera incesante para entender su complejidad”.
*Escritor y editor nariñense