La celebración del centenario del autor de La casa de las dos palmas se prolongará hasta abril de 2024
Leonidas Arango
A pesar de ser paisa hasta la medula de los huesos, Manuel Mejía Vallejo siempre denunció el mito de una supuesta «raza antioqueña» colmada de dones sobrenaturales. Por el contrario, se proclamó «guajiro y pastuso y boyacense y cundinamarqués y costeño y llanero y chocoano…», denunciando esas pretensiones como «vanidades dañinas, regionalismos de la desvinculación y liliputeces de la desconfianza» de quienes dividen para debilitar y buscan glorias aldeanas en rincones oscuros con arrieros, tiples y enjalmas (Hojas de papel, 1985).
Nacido hace cien años el 23 de abril de 1923 en Jericó, Antioquia, terminó la secundaria en Medellín e interrumpió la carrera de bellas artes para dedicarse a la literatura. En 1945 publicó su novela inicial, La tierra éramos nosotros. Se trasladó a Bogotá, donde compartió la amistad de intelectuales y artistas como León De Greiff, Enrique Buenaventura, Héctor Rojas Herazo, Jorge Zalamea, Luis Vidales y otros asiduos del famoso café El Automático.
Regresó a Medellín para dirigir la Casa de Cultura y colaborar en periódicos hasta el 9 de abril de 1948, cuando fue destituido poque se unió a las movilizaciones por el asesinato en Bogotá del caudillo popular Jorge Eliécer Gaitán.
Exilios y retorno
En medio de la violencia fascista que ensangrentaba a Colombia pasó al exilio en Venezuela, como miles de compatriotas. Siguió escribiendo relatos que publicaba en el diario bogotano El Espectador, mientras que desde la prensa de Maracaibo lanzaba críticas al dictador Marcos Pérez Jiménez, que terminó por expulsarlo del país.
En Guatemala entró al círculo de literatos y fustigó al dictador Carlos Castillo Armas, que en junio de 1954 había derrocado al presidente constitucional Jacobo Árbenz. Un nuevo destierro lo llevó a establecerse en El Salvador para seguir haciendo narrativa y periodismo.
La intensa actividad periodística que mantuvo durante los siete años de su exilio lo templó para la posterior creación literaria. En 1955 ganó un concurso internacional de cuento en México con Tiempo de sequía, una de sus narraciones más divulgadas. Obtuvo otros galardones en Caracas con Al pie de la ciudad –de temática urbana sobre las gentes que escarban en los desagües para buscar lo que se escapa por las cañerías– y en El Salvador con La muerte de Pedro Canales. Les siguió un libro de ensayos, Breve elogio de la muerte.
A pesar de sus resabios costumbristas, los relatos de Mejía revelaron los motivos que iban a ser recurrentes en su obra: el desarraigo y los desvaríos del provinciano que recorre calles de ciudades extrañas.
Tras la caída de Rojas Pinilla en 1957 regresó a su Medellín. Como director de la Imprenta Departamental revivió la Colección de Autores Antioqueños, organizó un Festival del Libro y publicó una antología del cuento regional.
Otro retazo de la humanidad
Siendo directivo del área cultural de la Universidad de Antioquia ganó en España el Premio Nadal con su primera gran novela, El día señalado (1964), que partió en dos la literatura que se hacía en Colombia sobre la violencia, reducida hasta entonces a transcribir narraciones de las víctimas.
Desde 1967 fue profesor de la Universidad Nacional de Medellín. Cuando se pensionó en 1981 ya había logrado el gran desarrollo de su prosa directa y frases lapidarias de guion cinematográfico, lo que favoreció la adaptación exitosa de obras suyas para la pantalla chica: El día señalado, Las muertes ajenas y La casa de las dos palmas.
En 1972 obtuvo una mención especial en el Premio Casa de las Américas, en Cuba, por su novela Las muertes ajenas. Al año siguiente publicó Aire de tango, premiada en la Bienal de Novela Colombiana. Es un elaborado relato sobre la bohemia en los arrabales de Medellín a través de la nostalgia de Carlos Gardel.
Contrajo matrimonio en 1975 con Dora Luz Echeverría, madre de sus cuatro hijos. Viajó a la Unión Soviética como delegado al Congreso Mundial de Escritores y publicó un quinto volumen de cuentos. En 1978 fue jurado en el concurso Casa de las Américas. En 1980 publicó un primer libro de coplas, Prácticas para el olvido. El segundo fue Soledumbres.
«Esta pobre Colombia es una sola cosa –escribió– y debemos ser solidarios en su creadora agonía. Aquí nacimos y aquí moriremos, en alguna punta del mundo, gritando con voz angustiada, esperando con esperanza dolida en el eterno dolor de que la esperanza sea cierta: somos, sencillamente, otro retazo de la humanidad».
Lo expresó en una décima que sobrepone el valor por encima del pesimismo:
Anoche vino la muerte
a tomarme las medidas,
pero no busqué salidas
porque me sentía fuerte.
Sin embargo el alma advierte
que ser fuerte para huir
cuando debemos vivir
no es ninguna fortaleza:
la debilidad siempre empieza
con fuerzas para morir.
Balandú, la madurez
A la manera de otros narradores que concentraron su universo literario en un lugar mítico (William Faulkner en Yoknapatawpha, Juan Rulfo en Comala, García Márquez en Macondo), Mejía Vallejo creó Balandú, un escenario para varios relatos de la cultura colonizadora, evolucionado de lo tradicional a la experimentación desarrollada con fantasía y metafísica.
La casa de las dos palmas, la de mayor alcance entre sus once novelas, ganó en Caracas el Premio Rómulo Gallegos (1988), y al cumplir setenta años publicó un volumen de cuentos, Sombras contra el muro.
Manuel Mejía Vallejo fue doctor Honoris Causa de la Universidad Nacional, bohemio impenitente y amigo de sus amigos que se definía como «un simple antioqueño de Colombia, colombiano de América, americano del mundo y nada más».
Murió el 23 de julio de 1998 por derrame cerebral en su finca cerca de Medellín, rodeado de su gente, su música y sus coplas de apegos y despechos salpicadas de humor:
Dicen cantares ignotos
que la fe mueve montañas:
con esta fe en que me engañas
causé nueve terremotos.