sábado, abril 27, 2024
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La batalla del águila y la serpiente

La defensa de los pueblos y sus culturas exige transformar y transformarse. En tiempos de guerras y búsqueda de la paz, la literatura se adelanta, avizora y construye los mundos imaginados

José Martínez Sánchez

En el reino del pacífico Argón ocurrió uno de los hechos más sangrientos de la historia. Los guerreros de Bor, llamado el temible por su ferocidad para aniquilar a los adversarios, cabalgaron durante cuarenta lunas y cuarenta soles, remontaron la cordillera limítrofe y descendieron al valle tranquilo donde Argón y los suyos cribaban el trigo.

—El temible Bor te declara la guerra, jefe Argón —le gritaban, al tiempo que apuraban sus caballos en torno a los indefensos. Argón, que era poseedor del cálamo maravilloso de sus antepasados, miró a los guerreros con ojos serenos y en un tono que era propio de ese viento que soplaba, disertó tan largo como pudo sobre el espíritu apacible de su pueblo. Y dijo, al final:

—Nadie levantará un dedo contra ustedes. Les ruego llevar este mensaje al hombre más poderoso de la tierra.

El mandato de los muertos

Las palabras indignaron aún más a los decididos guerreros. Los metales, en número no mayor a doscientos, chocaron en el aire fresco y se hundieron en los vientres de los cribadores. Al ver que sus hombres morían, las cabañas caían devoradas por el fuego y cada guerrero se alzaba con las cabezas de sus víctimas, Argón tocó el cálamo maravilloso, el que alegraba los campos, el que traía la música de sus antepasados. Luego, convertido en águila ante la mirada de los invasores, voló hacia las altas montañas, donde la negra noche tejía sus tormentas.

—El jefe Argón caerá asesinado por los rayos —aseguraban todos, optimistas, pletóricos, llevando sobre sus monturas las cabezas de los vencidos.

La noche, despiadada, derramó malos vientos y malas lluvias, arrasó los trigales y el árbol grande del pan de la vida, cuyos frutos habían alimentado a los pacíficos de Argón desde los tiempos en que el primer abuelo inventó el cálamo maravilloso para proteger a su pueblo. Pero ni la lluvia ni el viento pudieron borrar la sangre esparcida por el valle.  Al día siguiente, calmada la tempestad, Argón regresó a pie hasta la orilla del río y vio que otras espigas más vigorosas resplandecían en el campo. Cada espiga, acariciada por la brisa diurna, le habló de esta manera:

—Es hora de que vayas donde el temible Bor, pues muy pronto sus hombres vendrán a matarte. Pero tú, convertido en verdugo, darás muerte a nuestros asesinos y regresarás a conducir a tu pueblo.

—Eso haré —dijo Argón, dispuesto a cumplir con el mandato de los muertos. Y alzando la cabeza en dirección a las altas montañas, descubrió un camino muy largo que se perdía en las entrañas del sol.

Se transformó en águila

El águila y la serpiente son dos animales presentes en varios relatos mitológicos. Foto Wikimedia Commons

Cuarenta lunas y cuarenta soles demoraron los guerreros de Bor para llegar a su reino. El temible, para recompensarlos, ordenó traer doscientos toneles de licor vinagre, doscientas doncellas de las mejor tenidas en los corrales y doscientos corderos sacrificados en honor a los vencedores.

—A ustedes —dijo a los pajes que observaban animados el inicio del banquete—, les ordeno buscar entre las cabezas la del pacífico Argón. Quiero golpear con ella este tambor, hecho de cuero de tigre, y celebrar ahora mismo tan grata victoria.

Los pajes, deseosos de participar en la fiesta, corrieron al sitio donde habían sido colocadas las cabezas, pero la de Argón no apareció por parte alguna. De nuevo en los aposentos, delante de su señor, cada uno le habló de este modo:

—No está la cabeza que deseas, porque ninguna tiene la longa barba que, según dicen, simboliza toda la sabiduría de aquel pueblo.

Sabiéndose engañado por los guerreros que ahora disfrutaban de sus dádivas, el temible Bor hizo volver los toneles a las bodegas, las doncellas a los corrales y los corderos al lugar de las reservas.

—¿Dónde está la cabeza de Argón? —encolerizado, ebrio, descargaba el látigo de cola de dragón sobre las espaldas de los guerreros.

—Se transformó en águila —contestaban todos, avergonzados y sumisos, temerosos de que el jefe Bor, dueño de poderes malignos, los convirtiera en detestables lechuzas—. Pero descuida, creemos que ha muerto en la tormenta, atravesado por los rayos.

Las razones aumentaron la cólera del temible. Llamó otra vez a los pajes y les dijo:

—Quiero al verdugo más cruel de todo mi reino.

—Hay uno —se atrevió a comentar el más viejo de los pajes—, viene de tierras lejanas y desea ponerse a tu servicio.

—Lo quiero —aceptó Bor, más con la mirada que con las palabras.

El verdugo, que era en realidad el pacífico Argón y había utilizado el cálamo maravilloso para transfigurarse, entró por la puerta ancha de la cabaña, se inclinó ante el hombre más poderoso del mundo y esperó.

—¿Eres diestro? —le preguntó Bor.

—Tanto como tú lo desees.

—Esta noche morirán cincuenta de mis hombres.

—Muy bien —sonrió Argón.

Luego mandó traer cincuenta pailones humeantes, los alineó en la forma que más placer producía a la mirada de Bor y después echó a los guerreros a las aguas hirvientes, valiéndose de sus poderosas manos.

El águila persigue a la serpiente

El paso siguiente, según las órdenes impartidas a los guerreros restantes, consistía en dar muerte a las águilas del reino, de los valles vecinos y de los montes espesos.  Así comenzó la caza de águilas durante tantas lunas y tantos soles, pero el cadáver del pacífico Argón, que debía aparecer una vez la flecha envenenada rasgara sus carnes, no se revelaba ante los ojos de Bor ni de sus aterrorizados jinetes. Poco a poco, en castigo a la desobediencia, uno por uno iba a parar a los pailones humeantes. Al fin, decidido a completar la misión, el pacífico Argón abandonó su forma de verdugo y vuelto a su estado senil se presentó en los aposentos de Bor.

—No fui yo quien inició la guerra —le dijo—. Ahora debes recibir tu castigo.

Y haciendo uso del cálamo maravilloso, se transformó en águila, buscó la parte alta de la cabaña y permaneció al acecho. Bor, conocedor de la peligrosidad de su rival en toda suerte de estrategias, adoptó la figura de una serpiente, reptó a gran velocidad hacia el exterior y huyó en medio de la noche. Desde entonces el águila persigue a la serpiente. Sus garras la arrebatan de la tierra, sus alas la elevan por los aires y su pico le destroza la vida. La batalla ha perdurado a través de los tiempos.

*El mito del águila y la serpiente pertenece a la tradición milenaria de las culturas orientales y mesoamericanas. Lo hallamos en megalitos de Los Andes colombianos, en la región habitada hace más de cuatro mil años por el pueblo escultor conocido hoy con el nombre de San Agustín.

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