sábado, abril 20, 2024
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El niño que se comía las paredes de su casa

La vida de César Florentino, uno de los personajes más pintorescos del barrio Policarpa Salavarrieta en Bogotá, puede ser la historia de cualquier desdichado habitante de calle. Su talento musical, un tropel en la Universidad Nacional y una organización cristiana lo salvaron de la indigencia perpetua

Arlés Herrera (Calarcá)
@calarcaoficial

César Florentino llegó puntual para la entrevista. Luce con elegancia su sombrero compadrón, al estilo del cantante cubano ya fallecido Compay Segundo. Trae consigo su fiel compañera. “Abrazas esa guitarra como si fuera tu novia”, le dije. “Es que soy su novia y amiga” me replicó la guitarra. Y continúa: “Yo sé de sus alegrías, de sus tristezas y pecados. Por eso cuando lo veo triste, para consolarlo le digo al oído: te quiero mucho”.

Las abuelas dicen: “Cada ser humano carga como el Nazareno con una pesada cruz de amarguras”. Tal ha sido la vida de César Florentino. Me dice que lo de Florentino es porque es oriundo de Florencia, Caquetá.

De entrada, me cuenta que tenía tres años de vida cuando comenzó a comerse las paredes de tierra en la casa de sus padres. César recuerda con una aterradora gracia, que su mamá le dijo: “Si no encierro a este muchachito, me voy a quedar sin casa”.

–Por tal situación fui encerrado en una especie de corral en madera aislado de las paredes– continúo César Florentino con su relato. El hecho de comer tanta tierra hizo que se me creciera la barriga de tal manera que daba tristeza, según recordaba siempre mi mamá.

Agua de Dios

–Compañero cuente, ¿Cómo ha sido su vida durante estos setenta y tres años de existencia?– pregunté sin ser consciente que sería mi única intervención en lo que terminó siendo un monologo de entrevista.

–Bueno, como dije al principio, comencé devorando las paredes de la casa de mis padres. Desde luego este problema se superó y ya crecidito comencé a “frentiar” las sorpresas, la vida nos da sorpresas, como dice la canción. Cuando cumplía nueve años mi madre tomó la decisión de venirse a vivir al pueblo de Agua de Dios, Cundinamarca, en donde vivía su hermana que padecía la enfermedad de Hansen. En este pueblo entré a la escuela en donde hice hasta cuarto de primaria. Fui premiado por mis dotes de cantante y oído musical.

Allí escuchaba muchas historias dolorosas que me conmovían, por algo fue llamada “la ciudad del dolor”. Me interesó mucho la vida del maestro músico Luis A Calvo, el cual fue traído allí por padecer la enfermedad que hacía famoso al pueblo. Sus obras musicales me llegaron al alma, sobre todo una de las más bellas composiciones del maestro, el Intermezzo No 1, el cual es un canto a la madre, la letra de esta melodía es muy apropiada para ser interpretada por tenores líricos. Esta melodía tiene una exquisitez musical como la de la serenata de Schubert. Otra de sus grandes composiciones es la danza Lejano Azul, pieza dedicada a Agua de Dios.

La realidad de la vida

Un día me dio por fumar cigarrillo a escondidas de mi mamá, me acuerdo que era un Piel roja, una señora que me descubrió, me dijo: “le voy a contar a su mamá, cochino”. El miedo a la paliza que recibiría por mi madre me hizo tomar la decisión de volarme. Tomé una flota y me fui para Bogotá.

El paradero de las flotas en aquel entonces era cerca de la plaza España. El frío y el hambre me obligó a trabajar cargando mercados. Mi pasatiempo consistía en “colincharme” junto con un amigo en la parte trasera de los trolebuses que se desplazaban hasta la calle 60 del barrio Chapinero. Nos dedicábamos a pedir ropa y comida.

Al poco tiempo regresé a Agua de Dios. Estuve juicioso hasta que llegó el circo Búfalo Bill, me enrolé en este y después en la compañía carpa teatro Gran Colombia en Bogotá. Trabajando en las dos empresas se aguantaba mucha hambre.

Estando en Bogotá, en una situación penosa, me envicié a la marihuana. Y así me metí en la que se llamó “La calle del cartucho”. La experiencia fue amarga. Ese mundo era un infierno en donde la vida pierde su valor. A uno lo podían asesinar por un simple fósforo. Presencié aterrado muchos enfrentamientos de individuos que se ponían citas a las diez de la noche para batirse con armas blancas para arreglar cuentas de dinero o “faltoneos”.

Ambiente deprimente

El “Cartucho” era una especie de gueto construido con desperdicios. Las habitaciones eran con cartones, latas, tablas, un catre, una sábana y colchón raído, el olor agrio, el humo de la marihuana o del bazuco hacía que el ambiente se tornara más sórdido.

En época de navidad y año nuevo era de gran tristeza. A la media noche el llanto de muchas mujeres era conmovedor, en medio de un mar de lágrimas recordaban los momentos en que disfrutaron de los abrazos y besos de sus familiares, amigas y amigos, pero la desgracia de haber caído en el vicio de la droga las alejó de sus seres queridos.

Había operativos hasta de cien policías contra la delincuencia, cosa curiosa porque no pocos policías pedían a los distribuidores de droga una cuota semanal a cambio de su silencio. A este lugar llegaban personas, de esas que llaman gente de bien, a “soplar”. También, vi a muchas actrices, poetas y no pocos intelectuales.

Por la culpa de “madurillo”

Yo me ganaba los pesos para comprar el vicio barriendo el frente de algunos establecimientos. Cargaba en mi morral la almohada, la cobija y un plástico, cuando me daba sueño extendía mi equipaje en algún recoveco y listo, a dormir. Tuve la fortuna de encontrarme con un amigo de mi familia, me dijo que en un barrio de invasión llamado Policarpa vivía un tío de nombre José Lizardo España. Sin pensarlo dos veces di con el tal barrio, sitio donde residía este familiar.

Fui recibido por la familia España, tenían una especie de fábrica de arepas y de una me pusieron a moler bultos de maíz. El tío era músico y viendo mis cualidades como cantante y músico organizó un trío musical. Mi papel era tocar las maracas. Salíamos por las noches a trabajar para divertir borrachos. Para ese entonces yo tenía 17 años.

Me cansé de moler maíz y entré a trabajar en tabernas con varios grupos musicales, después en orquestas de renombre nacional como la orquesta Tropibomba. Un colega me invitó a que nos metiéramos un “madurillo”, que era “soplar” marihuana con bazuco, me quedó gustando. Cuando el director de la orquesta se enteró, aunque me aconsejó bien, no hice caso y fui despedido. Se regó la bola entre las orquestas de Bogotá que yo metía vicio y por esta razón me cerraron las puertas en todas las orquestas.

Cantante y músico del B2

A los 21 años fui reclutado para prestar servicio militar. Una vez terminé, me incorporé como cantante en la orquesta del batallón Baraya junto con otros colegas. Un día después de haber realizado nuestro trabajo fuimos retenidos, pasaron tres días cuando se hizo presente un capitán y de una dijo: “estos señores que pasen a la peluquería y fuimos de una convertidos en policías de la PM”.

“Señores, nos dijo un capitán, ustedes van a ser parte del B2, trabajo de inteligencia. Ustedes son ya de la PM, les toca esta semana ir a frentiar a esos estudiantes terroristas comunistas hijueputas de la Universidad Nacional que están alborotados”. Como ordene mi capitán, contestamos. Yo y mis “lanzas” nos desplazamos con fusil en mano y nos ubicamos frente a la UN.

En posición de combate, los estudiantes lanzaban piedra a diestra y siniestra, pero no podía creer, me quedé de una sola pieza cuando vi a mi hermana la “negra Aída” con un grupo de jóvenes habitantes del barrio Policarpa junto con los estudiantes voleándonos piedra que daba miedo.

Esa historia y una organización cristiana me recuperaron para la sociedad. Salgo a cantar en los buses por unos pesos y unos aplausos. Como dijo el poeta Carlos Castro Saavedra: tendremos patria, cuando sean más claros los caminos y brillen más las vidas que las armas. Y así han transcurrido los últimos setenta y tres años de mi existencia. ¿Cuál es la siguiente pregunta, maestro Calarcá?

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