lunes, diciembre 9, 2024
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Costeño, rolo y cachaco

Conversación entre unos y otros en una tienda de la bella nevera

Zabier Hernández Buelvas

En una tienda de barrio, de las que solo se ven en Bogotá, es decir, aquellas que son tiendas y a la vez cantinas con sillas y mesas, carnicerías, variedades, llenas de víveres y abarrotes, con mostradores y neveras altas detrás de las que no se divisa quien atiende. Allí llegó un hombre y preguntó por “una volantona”.

Todos los que estaban quedaron perplejos, “¿una volantona?”, se preguntaban. Alguien de una mesa en el rincón dijo con pose inteligente, “!Ah!, se refiere a que si hay pollo”. El hombre que tenía sed insistió, “!ombe! una cerveza Águila,” al tiempo que agitaba sus manos y brazos imitando un ave dispuesta a volar.

Arrastrando las erres y las eses

“Pa´ joder al cachaco este, no sabe qué es una volantona”, dijo entre broma y serio el sediento y extraño cliente. Pero la cosa no paró allí, alguien que compraba leche, huevos y cigarrillos, se sintió aludido. “Ala, el que no sabe es usted. El único cachaco aquí soy yo, mi chino”, dijo con orgullo y nostalgia el hombre, con vestido negro y gris, zapatos elegantes, corbata almidonada y sombrero de paño, pronunciaba de cierta y peculiar forma, arrastrando las erres y las eses. Se movía con elegancia y cuidado, como si respetara el aire y el espacio que ocupaba.

Una mujer que tomaba cerveza a la par de sus compañeros habló: “Sí, el señor es el único cachaco aquí. Mis amigos y yo somos rolos. Usted por lo visto es costeño o ¿me equivoco?”.

El que había preguntado por la volantona y quien ahora podemos decir con toda seguridad, que es un costeño Caribe, estaba perplejo, confundido y un poco achicopalado. “Bueno, pero entonce, ¿cuál es la diferencia entre rolo y cachaco?”. El cachaco ya se había ido, acostumbraba a tomarse tres cervezas, luego pedía un litro de leche, seis huevos, un paquete de cigarrillos y se iba a su casa temprano. Decía que solo tomaba tres cervezas porque, si tomaba más, se volvía un parlanchín.

La rola que lideraba el grupo de la mesa asumió actitud de profesora. Amablemente invitó al costeño a la mesa. Este, sin rodeos y sin misterios, dijo “de una”. Fue y se sentó a la mesa, pidió cinco volantonas y de entrada solicitó: “bueno, ahora sí explíquenme ¿cómo es la vaina esa de rolos y cachacos?”.

Habitantes de la nevera

La rola empezó diciendo de manera firme y convencida: “La palabra viene de ‘camisa, chaleco y corbata’, vestimenta clásica en la primera mitad del siglo XX. Cachaco es el bogotano de padres y abuelos bogotanos, que se viste, así como el señor que se fue, elegante, casi siempre de negro o gris, bufanda en el cuello y sombrero; dice ‘buenos días, buenas tardes, buenas noches’; saludan en la calle a sus vecinos y viven añorando a la Bogotá fría de los años treinta y cuarenta”.

“¿Y el rolo?”, insistió ansioso el costeño. Todos tomaron un gran trago de cerveza, se limpiaron sus bocas con las mangas de sus buzos. “Los rolos–prosiguió la mujer–, somos los que nacimos en Bogotá, pero tenemos uno o ambos padres que no son de Bogotá, son de la costa Caribe, de la costa Pacífica, de Boyacá o Antioquia o del Valle o de Nariño o del Amazonas o de Santander. Vestimos como nos da la gana y no añoramos nada porque nosotros somos la ciudad. ¿Entendiste costeño?”. Le preguntó la rola, mirándolo a los ojos.

“Nojoda, ustedes los cachacos sí son complicaos. ¡Eche! la verdad es que rolo, cachaco y costeño, estamos todos viviendo en esta enorme y bella nevera”. Y tomaron el último trago que yacía en el fondo de las volantonas.

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