El 24 de octubre de 1929, la escritora feminista británica Virginia Woolf publicó el libro Una habitación propia. Se cumplen 93 años del ensayo que dio vida a la importancia de la soberanía de las mujeres en las artes, los saberes y las culturas
Anna Margoliner
Al acercarse a la obra de Virginia Woolf, específicamente a uno de sus ensayos más reconocidos: Una habitación propia, la autora habla sobre la importancia que tiene para la vida de una mujer que desea escribir el tener dinero y una habitación propia.
En el prólogo que hace Elena Medel a una de las muchas ediciones que ha tenido este libro desde su primera publicación en 1929, en este caso la edición recientemente lanzada por la Editorial Planeta, ella parte de su reflexión recordando la frase completa de Woolf, quien dice: “una mujer debe tener dinero y una habitación propia para escribir novelas” y no simplemente “una mujer debe tener una habitación propia para escribir novelas” y es que, precisamente, este detalle que podría parecer ligero e insignificante, invita a profundizar sobre el rol que han tenido las mujeres en la creación de arte y, en general, en el desarrollo de la esfera cultural como gestoras, escritoras, bailarinas, cantantes, etc.
Más allá de una definición de cultura que permita comprender cómo históricamente el ser humano se ha relacionado, desarrollado y creado diferentes tipos de comunidades a lo largo del tiempo, gracias a sus habilidades de comunicación, comprensión y adaptación (en términos sociales), se podría entender a la cultura como una serie de características y prácticas que aparecen conforme los individuos se relacionan entre sí y con el medio en que se desenvuelven.
Producto cultural
Por lo tanto, si se profundiza en lo que ha significado para las mujeres ser una parte visible de los productos culturales en la actualidad, con voz propia, es necesario retroceder y reconocer a aquellas que abrieron el camino lentamente, permeando la estructura misógina que compone a la sociedad que conocemos. Así, partiendo de una hegemonía patriarcal que se consolida en occidente, durante las antiguas Grecia y Roma, donde, en la primera, la mujer estaba destinada a ocupar el espacio privado: la casa, es decir, el Oikos, el hombre por derecho propio era quien asumía las labores del Estado, ejerciendo su papel de ciudadano y todos los beneficios que ello conllevaba.
Se marcó el inicio de una brecha en la cual los hombres tenían la oportunidad de expresar su pensamiento, desarrollar estudios y profundizaciones filosóficas, escribir, pintar y, en pocas palabras, representar a su criterio el mundo que les rodeaba, como ellos querían verlo y de qué forma lo estaban construyendo.
Catolicismo patriarcal
Los paradigmas religiosos del catolicismo se fundaron sobre una sociedad patriarcal en decadencia política, sin olvidar que ya en muchas de las culturas antiguas de, en este caso, Europa, el rol de las mujeres era secundario, mediado por la visión de los hombres. No es necesario buscar tanto: el dios hebreo es indiscutiblemente hombre y el profeta prometido también lo es, por lo tanto, en este relato María ejerce únicamente como la elegida del Dios para convertir al verbo en carne. ¿Cómo podría ser una mujer la salvadora de la raza humana? ¡Imposible!
En adelante, como religión estatal, se inundaron las calles con iglesias y las iglesias con cuadros, esculturas y mosaicos en los que, claro, se representaba el discurso oficial de las sagradas escrituras y, poco a poco, a los y las santas que fueron consagrándose a nivel popular y luego oficial.
Recorriendo este camino, las mujeres también debieron hacerse escuchar para profesar su fe tal como lo hacían los hombres en los conventos y monasterios. Querían poder hacer lo que ellos: mediar para la humanidad ante Dios, llevar su palabra y consagrar la vida a su servicio, lo que no fue bien visto por el clero en un primer momento.
Sin embargo, Francisco de Asís, fundador de la Primera Orden Franciscana, ayudó a Clara de Asís en su interés de fundar la Segunda Orden Franciscana, conocida como las Clarisas, quien además de ello, es reconocida por ser la única mujer que escribió explícitamente un conjunto de reglas para la vida conventual, tal como lo menciona Sor María Victoria Triviño en su artículo. El pergamino original se conserva en el proto monasterio de Santa Clara, en Asís. Francisco y Clara son fundadores, por haber dado regla, de dos órdenes hermanas que han sobrevivido ocho siglos.
¿Mujeres privilegiadas?
Muchas vinieron también de la mano del proceso evangelizador, a fundar las respectivas órdenes religiosas en que las mujeres de estas tierras pudieran redimir sus pecados y rogar por las almas ajenas. Es en este espacio tan femenino, misterioso y complejo que aparecen plumas como Sor Juana Inés de la Cruz en México, la Madre Francisca Josefa del Castillo en la Nueva Granada, tal como ocurrió en Europa con Santa Teresa de Jesús en España, quienes dentro de su vida conventual hallaron el espacio perfecto para expresarse como mujeres, bien se consideraban esposas de Cristo, pero humanas, que llegaban a experimentar deseo, amor, lujuria, miedo, pasión y entrega por el ser amado.
Y también curiosidad, esto las llevaba a desahogarse a través de sus escritos gracias a los cuales se puede preconcebir una idea hoy en día acerca de la relación que tenían las mujeres con su espiritualidad y la trascendencia que la religión tenía en sus vidas, principalmente en quienes tomaban los hábitos.
Se podría decir que ellas ya tenían “dinero y una habitación propia” porque, claro, no todas las mujeres de la sociedad colonial tenían los medios para ingresar a un convento y aún dentro de ellos, existían jerarquías conforme pagaban la dote requerida.
Había, entonces, ciertos privilegios para unas y para otras, siempre marcando las diferencias de acuerdo a los oficios de la mente y los del cuerpo. Tenían su habitación propia porque tenían dinero, las mujeres que no contaban con ese privilegio simplemente debían dedicarse a otras labores: a trabajar en el campo, por ejemplo.
El arte y el proceso
Aunque también hubo mujeres trabajando en los talleres de pintura, esto no era tan usual ni se registraban como tal porque la tradición era para que los hombres se convirtieran en maestros y después de terminar su aprendizaje, abrieran su propio taller. Las mujeres que habitaban estos espacios aprendían el oficio a cabalidad, en muchos casos, pero no podían abrir su propio taller.
Todo esto para lograr la ciudadanía después de la Revolución Francesa y con esto iniciar “realmente” el proceso de emancipación de la mujer, quienes, para el caso colombiano, fueron escogidas durante años como directoras de los museos, tal es el caso del Museo Nacional. Es apenas una deuda histórica el reconocer como artífices del arte, más allá de ser simplemente representadas a través de esta o administradoras pasivas de su exposición.
En la conformación de los tejidos sociales, es el lazo cultural uno de los más profundos en términos sociológicos. Es a través de la creación de habitaciones propias que la mujer crea su obra. Teniendo en cuenta las necesidades económicas de muchas colombianas, la labor de Patricia Ariza como directora del Ministerio de Cultura es convertir cada espacio en una potencial habitación propia para que las mujeres puedan crecer como artistas, eliminando el principal obstáculo al que se enfrentan quienes quieren dedicar su vida al arte: la falta de dinero, las brechas entre clases sociales y el privilegio de unas sobre otras por su lugar de origen y enunciación.