martes, abril 23, 2024
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¿Un 11 de abril a la colombiana?

Sergio Estevan García Cardona
@SergioEstevan22

El 14 de abril de 2002, Hugo Chávez era devuelto a su cargo constitucional de presidente de la República Bolivariana de Venezuela, luego de que la presión y movilización popular echaran abajo la conjura golpista que llevó por un par de días a Pedro Carmona Estanga, presidente de FEDECAMARAS y representante del empresariado venezolano, a tomar el poder por la fuerza en el país hermano. El golpe de Estado del 11 de abril fue producto de un plan estructurado por el mismo Carmona, Carlos Ortega -secretario general de la Confederación de Trabajadores de Venezuela, CTV- y amplios sectores de las Fuerzas Militares, la Iglesia Católica, los partidos políticos -Acción Democrática, Primero Justicia- y la ‘sociedad civil’, con abierta colaboración del departamento de Estado de los Estados Unidos, para retornar a Venezuela a la ‘normalidad democrática’, alterada por los ‘abusos’ y ‘desafueros’ del presidente Chávez frente a las libertades y derechos de los venezolanos, y especialmente, en relación con la administración del Estado, y el manejo sensato de la economía.

¿La razón? El 13 de noviembre de 2001, haciendo uso del artículo 203 de la Constitución de 1999, Chávez decretó, bajo el amparo de la figura de Ley Habilitante, 49 leyes que reformaron radicalmente la estructura económica y, con ella, la correlación de fuerzas sociales y políticas en el vecino país. Dentro de éstas, destacan la Ley de Tierras y Desarrollo Agrícola, que buscó eliminar el latifundio como sistema de producción dominante, redistribuyendo las tierras de los terratenientes y fomentando la soberanía alimentaria; y la Ley de Hidrocarburos, que devolvió a la competencia estatal la explotación de petróleo, a la vez que aumentó los porcentajes de regalías de explotaciones privadas. La cólera de los terratenientes y empresarios que desde la dictadura de Marcos Pérez Jiménez se habían enriquecido a manos llenas se explicaba, naturalmente, por este tipo de medidas.

La respuesta del empresariado no se hizo esperar. Desde la llamada al Paro del 10 de diciembre hasta marzo de 2002, FEDECÁMARAS sumó a organizaciones políticas, gremios empresariales, capas burocráticas remanentes en el Estado -principalmente la dirigencia de PDVSA-, y a sectores de las Fuerzas Militares, a la movilización contra el gobierno de Chávez. Su declaración de intención se vio plasmada en el documento Bases para un acuerdo democrático, donde se le exigía la retoma de la ortodoxia económica -léase, la comunión neoliberal- y la transición a la democracia (el eufemismo usado para decir ‘cambio de gobierno’). Fueron meses en los que pulularon declaraciones de los gremios, de los partidos opositores, de altos funcionarios del Estado y de los militares -en abierta deliberación política-, y en los cuales los medios de comunicación jugaron un papel vertebral, sumándose a la convocatoria amplia que pedía la renuncia del presidente venezolano, construyendo un clima de opinión favorable al establecimiento, y volcando sus esfuerzos a la constitución de una agenda política clara: socavar la legitimidad de la decisión democrática del pueblo de Venezuela e imponer una salida rápida y expedita a la crisis.

A pesar de la evidente alianza político-militar que, motivada por los intereses del empresariado, sacó momentáneamente a Chávez de la jefatura de Estado, los medios de comunicación vendieron los sucesos de abril como una masiva protesta popular contra el gobierno, e implementaron la estrategia de la ‘división de pantalla’, en la que a la par que mostraban las escaramuzas en las calles de Caracas y la marcha hacia Miraflores, transmitían al presidente en una serenidad parecida al desinterés frente al descontento.

El relato que se impuso no fue el del golpe de Estado, sino el de una crisis política producida por un generalizado desencanto popular, que derivó en un ‘vacío de poder’ fruto de la ‘renuncia’ de Chávez y la ausencia de Diosdado Cabello, vicepresidente, convirtiendo de facto en legítima la juramentación de Carmona Estanga como presidente interino, la conformación de un gobierno de transición, la disolución de la Asamblea Nacional y el TSJ y, por supuesto, la derogación de las leyes habilitantes aprobadas unos meses antes. Durante tres días de golpe, lo que se transmitió ante el mundo fue la narrativa de la puesta en marcha de un ‘viraje democrático’, en el que la ciudadanía decidió un cambio de rumbo: retornar al impoluto régimen político del Acuerdo de Punto Fijo para superar el impase de un gobierno que intentó llevar por la senda autoritaria a un país libre y soberano.

Lo que nos legó esa intentona golpista, derrotada en las calles por el pueblo venezolano, fue que atrás quedaron los golpes militares del siglo pasado. La ruptura del orden democrático y el quiebre de los gobiernos populares ya no se hará con la bota y el fusil -al menos no exclusivamente-, y no volverá -todavía- un ‘bombardeo a La Moneda’, tal como en el 73. Aparecerán con más frecuencia los ‘movimientos cívicos’, el ‘descontento ciudadano’, la desaprobación y la impopularidad, el ‘desgobierno’ y el ‘socavamiento de la institucionalidad y de la separación de poderes’. Son las nuevas y mucho más efectivas modalidades de golpe, que conjugan estrategias de presión jurídica, política, económica y legislativa, arropadas por un clima de opinión favorable a la sedición. Los de Honduras en 2008, Brasil en 2016, Bolivia en 2019, y Perú en 2022 son todos experimentos exitosos de la puesta en marcha de este libreto ‘democrático’, que no tiene otro objetivo que restaurar el poder de clase del bloque dominante.

En Colombia, el anuncio de un paquete de reformas -mucho menos radical que las leyes habilitantes de Chávez- que trastoca la histórica dominación del bloque de poder más retardatario y violento de América Latina, ha suscitado la ira y cólera de una élite que ha impuesto un cerrojo a la democracia y su significado más elemental: que el pueblo sea artífice de su propio destino. Las más recientes ‘notas protesta’ de la ANDI, FENALCO, ASOBANCARIA y ASOFONDOS; las amenazas de golpe de la reserva de las Fuerzas Militares; la intimidación empresarial del exvicepresidente Vargas Lleras; la utilización política de la Fiscalía y la Procuraduría, en abierta invitación al acuartelamiento de policías en contra de su comandante en jefe; y la notoria tarea de los medios en la construcción de una crisis política sin precedentes, cumplen al pie de la letra el guion golpista contemporáneo.

El gobierno está amenazado por los poderes ‘de facto’ de las clases dominantes, que no han descansado en su objetivo de neutralizar los cambios sociales y económicos dirigidos a transformar la vida de los sectores populares, tratando de mostrar la defensa de sus privilegios como una victoria democrática de las gentes de la nación. A la presidencia de Gustavo Petro se le presenta el golpe con el mismo formato y con los mismos actores, convencidos de lograr un 11 de abril a la colombiana.

¿Seguirá insistiendo el presidente en un llamado a la abstracta multitud? ¿O preferirá escuchar las lecciones de la historia? ¿Convocará a las gentes desde el balcón? ¿O romperá con los barrotes de las ciudadanías libres para construir una organización capaz de imprimir vitalidad, sistematicidad y dirección a la lucha política? En estas disyuntivas se juega la vida la promesa de transformación.

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