sábado, julio 27, 2024
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Poetas en problemas

Dos minicrónicas sobre episodios cotidianos en las vidas de dos escritores latinoamericanos

Gonzalo Fragui

Un día llegaron el poeta Orlando Pichardo y el pintor Mario Abreu, ambos venezolanos, muy jóvenes los dos, a un bar llamado el Omh 2000, que quedaba en la planta baja del edificio administrativo de la Universidad de Los Andes, en Mérida.

Tenían escasamente lo suficiente como para tomarse una cerveza cada uno. Al ver que se les terminaba el trago y no llegaba ningún conocido para brindarlos, Abreu pidió a Pichardo que le buscara en el carro las cartulinas y los creyones para ponerse a pintar.

La diferencia

Efectivamente, al rato Mario Abreu ya había vendido varios de sus gallos y tenían ahora suficiente dinero hasta para tomar whisky importado. Pasó por allí el poeta Parayma y no sólo le compró dibujos a Abreu sino que incluso obsequió abundante trago a los amigos.

Entonces Abreu se le acercó a Pichardo y le dijo, en tono triunfador, casi al oído:

–¿Viste? Esa es la diferencia entre un pintor y un poeta.

Pichardo no dijo nada y siguió tomando mientras Abreu dibujaba.

Al rato una chica se acercó a observar las pinturas y compartió largamente con ellos. Pichardo aprovechó para recitarle unos poemas, porque en aquella época no quería escribirlos sino lanzarlos al viento, o a quien pudiera. De pronto Pichardo se levantó de la mesa y se llevó a la chica. Abreu no entendía, y les gritó desde lejos:

–Pero, epa, ¿qué pasó, por qué se van?
Entonces Pichardo se le acercó a Abreu y le dijo, en tono triunfador, casi al oído:
–¿Viste? Esa es la diferencia entre un poeta y un pintor.

La deuda del taxista

El 26 de julio de 1940, se celebró el natalicio del poeta, escritor y compositor peruano César Calvo. Va esta mini crónica en su honor.

La madre del poeta César Calvo, ayudada por sus dos hijas, que la habían ido a recoger, salieron de casa, llorosas, confundidas, vestidas de luto, para dirigirse al velatorio. En la calle vieron un taxi al lado de la acera y preguntaron si estaba disponible. El chofer dijo que sí. Las señoras subieron al carro y, mientras se desplazaban por las avenidas, iban conversando sobre César, recordándolo.

Por el espejo retrovisor el taxista iba observándolas, hasta que una de ellas se refirió explícitamente a César Calvo. El conductor interrumpió la conversación, pidió disculpas, dijo él que conocía al poeta, y quería saber qué había sucedido. Ellas le revelaron que César había muerto.

El taxista detuvo inmediatamente el carro a un lado de la calle y empezó a llorar con muchísima fuerza. Llora, llora y llora, pero sin decir nada. Las señoras no sabían qué hacer y trataron de calmarlo.

Cuando ya pudo hablar, el chofer les contó que César habitualmente tomaba ese taxi, sobre todo cuando iba a visitar a su mamá. En una ocasión, el taxista le confesó al poeta que estaba muy preocupado por un asunto de salud de su esposa. Debía hacerle una operación que costaba mucho dinero y no lo tenía. César le dijo que no había problema. Echó mano a uno de sus bolsillos y sacó un sobre abultado de billetes. Era el pago de un premio literario que se había ganado, o algo así. Se lo entregó como estaba, cerrado. El taxista, de entrada, se negó. No sabía qué decir. Preguntó cómo le iba a pagar. El poeta le dijo:

–No te preocupes, tú me haces taxis gratis hasta que me termines de pagar la deuda.

Y, volviendo al llanto, el taxista exclamó:
–Y todavía no le había terminado de pagar.

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