…O cómo arruinar un proceso de paz en un fast-track
Alfonso Castillo Garzón
Después del 2 de octubre el país entró en un extraño proceso que transita entre la esperanza de la paz y un intento de ciertos sectores de prolongar la guerra, la violencia y el miedo como instrumento de dominación de la voluntad popular. Este fenómeno se ha manifestado en múltiples formas, entre las que se pueden identificar: el proselitismo fundamentado en la mentira sobre el acuerdo de género, la ofensiva legislativa que pretende salirle al paso al acuerdo agrario, y la campaña mediática pretendiendo señalar el acuerdo de paz como un ejercicio de impunidad y beneficios “extraordinarios” para los guerrilleros de las FARC–EP.
Al mismo tiempo que se desata en zonas de influencia de las FARC una oleada de amenazas, agresiones y asesinatos contra líderes sociales y populares, particularmente vinculados a la defensa del territorio, el agua y la lucha campesina.
Es bueno señalar que los ataques contra el movimiento social y popular de oposición al Establecimiento han sido una constante en los últimos 50 años de historia del país, motivada por una matriz anticomunista desarrollada por el Estado colombiano como parte de la guerra contrainsurgente promovida desde el Gobierno norteamericano, con la cual se impulsó el exterminio del movimiento gaitanista, la continua y sistemática persecución al Partido Comunista, la liquidación del movimiento campesino y cívico en los años 70, seguido por una campaña de desprestigio y estigmatización contra el movimiento sindical, juvenil y de derechos humanos que posteriormente se tradujo en la creación del paramilitarismo y el genocidio contra la UP, A Luchar y el Frente Popular, y todo aquello que representara una amenaza contra las políticas económicas y antidemocráticas pretendidas por el Gobierno.
De este plan no escaparon ni comunidades religiosas, ni el movimiento de mujeres, que también fueron y son discriminadas por el Estado a través de organismos de inteligencia como el DAS entre otros, así como su paraestado ilegal, el paramilitarismo.
Sin embargo, y reconociendo que el asesinato de líderes sociales es una constante en la historia reciente del país, es necesario caracterizar la actual oleada de homicidios y amenazas como un plan bien orquestado desde sectores de las Fuerzas Militares, la ultraderecha y seguramente grupos económicos a quienes no les conviene el avance del actual proceso de paz, por cuanto ven amenazados los intereses político-económicos con el impulso de la implementación del acuerdo de paz, en especial el papel de las víctimas en la conformación de la Comisión de la Verdad que permitirá que el país se aproxime al conocimiento de la verdad histórica y en la concreción del acuerdo de reforma rural integral que podría amenazar sus riquezas adquiridas ilegalmente en el desarrollo de la guerra.
Esta nueva fase de asesinatos se inscribe entonces en el miedo que provoca a las élites vinculadas a la guerra contra el pueblo si el nuevo acuerdo final firmado el 24 de noviembre de 2016 se empieza a cumplir tal como está escrito.
Lo que denotan estos asesinatos, ocurridos en estos dos meses y que golpean a militantes del PCC, UP y Marcha Patriótica, especialmente, así como a sectores campesinos, es un ataque al proceso de paz y a la etapa que sigue que es la consolidación del proceso de dejación de armas y la conversión de las FARC en proyecto político. Temen las élites guerreristas del país que un nuevo actor político les dispute los escenarios de participación que ellos han mantenido históricamente para mantener sus privilegios político-económicos.
Amenazas y asesinatos tienen el macabro propósito de hacerle creer a comunidades, organizaciones y militantes que se puede repetir el genocidio contra la UP. La intención es, en todo caso, generar miedo y de alguna manera contrarrestar la simpatía que pueda traer el lanzamiento del nuevo proyecto político de las FARC que se ha lanzado esta semana, Voces de Paz.
La responsabilidad de poner fin a esta criminal práctica de usar las armas para hacer política es del Gobierno y del Estado colombiano. Para ello hace falta una acción más decidida de desmonte del paramilitarismo, lanzando una política de persecución a su estructura militar, judicialización y sanción penal a sus miembros y conocimiento de la verdad de toda la estructura económica y social que soporta la existencia de este paraestado. Igualmente, hay que perseguir el andamiaje económico que soporta la corrupción, narcotráfico y redes de micro y narcotráfico en el que se sustenta el paramilitarismo.
También es necesario que el Gobierno impulse una acción política para respaldar la labor de los luchadores sociales. Sin duda también es necesario que se fortalezca la acción de la Justicia para determinar y criminalizar a los responsables materiales e intelectuales de esta oleada de miedo en los territorios. Hace falta igualmente que la acción de protección de personas y comunidades amenazadas exista sea mucho más eficaz de los que hasta ahora lo ha sido.
No menos importante es el fortalecimiento de los procesos organizativos y comunitarios que permita a las organizaciones entender la complejidad y trascendencia de este momento histórico y así desarrollar una movilización política más articulada y sistemática en favor de la paz con justicia social. De lo contrario estará el país asistiendo a la pérdida de oportunidad de terminar la guerra, exigiendo el pronto comienzo de los diálogos con el ELN y detener toda la política social y económica que promueve el propio Gobierno neoliberal de Juan Manuel Santos y estaríamos a una forma de arruinar el proceso de paz en un fast track.