Violeta Forero
@Violeta_Forero
A pesar de la crudeza en cómo se cometió el feminicidio de Érika Aponte en el centro comercial Unicentro de Bogotá, lastimosamente no nos sorprende. Este acto de violencia extrema hace parte de una realidad inobjetable para con nosotras: todos los espacios de la esfera pública y privada son y seguirán siendo inseguros para nosotras si los comportamientos patriarcales se siguen normalizando.
Pero vamos por partes, puesto que, sobre este condenable y repudiable hecho, muchos creen tener los criterios para opinar. En principio me refiero específicamente a una afirmación generalizada que cuestiona la construcción social y jurídica del feminicidio, identificando casos como el de Érika Aponte o la DJ Valentina Trespalacios como homicidios por “líos de faldas”, reduciendo a cero los complejos contextos de discriminación y violencia de género en lógicas patriarcales.
No señores, en esta discusión no hay medias tintas. Por definición, un feminicidio es un asesinato de una mujer por el solo hecho de serlo, es decir, por despreciarla, juzgarla inferior o considerarla de su propiedad. El feminicida ejecuta el crimen ya que siente y cree tener poder absoluto sobre la mujer.
De acuerdo a la Ley 1761 de 2015, conocida como la ‘Ley Rosa Elvira Cely’ –en homenaje a una de las víctimas emblemáticas de feminicidio–, el delito tiene una pena máxima de hasta 50 años. La norma también establece claridades para identificar la agresión cuando es perpetrada por una expareja, relacionando el ciclo de violencia física, sexual, psicológica o patrimonial que antecedió el crimen.
En este caso, existe material probatorio que relaciona al feminicida Christian Rincón como su antigua pareja y que el crimen fue motivado por razones de género, además de la denuncia hecha por la víctima ante las instancias legales días antes del asesinato. Así que quienes insisten en negar el feminicidio, por favor no hagan más el ridículo.
En segunda instancia, están las preocupantes declaraciones emitidas por las autoridades, especialmente las de la alcaldesa de Bogotá Claudia López, quien para lavarse las manos revictimizó a Érika. Según la burgomaestre, la víctima denunció tarde y no aceptó las insuficientes recomendaciones, en un clásico ejemplo de “¡quién la manda!”. Además, al catalogar al feminicida como un “enfermo mental” o “psicópata”, minimiza la estructura patriarcal que sigue considerando que las mujeres son propiedad de los hombres, incitando estructuralmente los feminicidios. La conclusión es que para la “ciudad cuidadora” las mujeres les valemos hongo. ¡Ah!, pero para buscar votos si se recogen en las luchas del movimiento.
Finalmente, y no menos preocupante, está la aberrante instrumentalización que hizo la “oposición inteligente” de lo ocurrido. El ejemplo es el delirante trino del indigno representante a la Cámara, el uribista Polo Polo, quien sin ningún tipo de contexto relacionó a lo maldita sea el feminicidio de Érika con una supuesta debilidad en la política de seguridad del gobierno Petro. Es un asco como este señor, en su afán politiquero por imponer la narrativa de un país “gobernado por un exterrorista”, pisotea a la víctima y a las mujeres, al mismo tiempo que produce pánico en la gente.
El caso de Érika Aponte nos produce indignación y rabia. No es el único ni el último feminicidio que ocurrirá en Colombia. Por eso, las consignas del movimiento de mujeres y feminista siguen vigentes: ¡Ni una más! ¡Si nos tocan a una, nos tocan a todas! ¡No es un caso aislado, se llama patriarcado!