sábado, julio 27, 2024
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Nâzim Hikmet, símbolo de la rebeldía

Nació en Tesalónica el 20 de noviembre de 1901 y murió en Moscú el 3 de junio de 1963. Es autor de Paisajes humanos de mi patria, narración poética sobre la historia del siglo
XX. Es considerado poeta universal y héroe de las luchas del pueblo turco

Gonzalo Fragui

A Lubio Cardozo y Annabell Manjarrés Freyle

A finales de los años cincuenta se encontraron en un sanatorio de Barbija, en las afueras de Moscú, el poeta turco Nâzim Hikmet y el poeta venezolano Carlos Augusto León. Inmediatamente ambos se hicieron muy amigos. Mientras mejoraban en salud, pasaban días enteros conversando sobre poesía y política en aquel tranquilo lugar.

Pero, un día, la habitual paz se vio perturbada por la intempestiva presencia de militares que ocuparon todas las instalaciones y causaron una conmoción general. Minutos más tarde llegó un viejito con dificultades para caminar que se apoyaba en unos jóvenes soldados. Carlos Augusto y Nâzim se miraron. Sin decir nada se preguntaron quién sería aquel amable e indefenso anciano que era escoltado por militares del más alto rango.

El encuentro con Ho Chi Minh

Después de varios días, los poetas vencieron la curiosidad y decidieron visitar al nuevo huésped. Llegaron a la habitación y encontraron al viejecillo que estaba siendo atendido en ese momento por una enfermera. Los poetas saludaron y preguntaron si podían pasar. Hablaban en francés. El anciano respondió que sí y los invitó a sentarse. Inmediatamente preguntó quiénes eran.

Primero habló el turco. –¡Nâzim Hikmet!– exclamó el anciano– es un placer conocerlo, yo he leído su poesía. Yo amo la poesía, incluso tengo escritos algunos versos.

Después habló Carlos Augusto, quien dijo que era poeta venezolano. –¡Venezolano!– exclamó el anciano y habló largamente de su admiración por Simón Bolívar.

Nâzim no lo podía creer. Carlos Augusto tampoco. Quién podía ser aquel anciano a quien reverenciaban militares soviéticos y que, además de ser poeta, conocía de poesía universal y amaba a Simón Bolívar.

Ante la ansiedad, ambos poetas preguntaron al mismo tiempo:

–Disculpe la molestia, pero ¿quién es usted?

El anciano respondió con sencillez: –Me llamo Ho Chi Minh.

Las manzanas del poeta

Nâzim Hikmet pasó más de quince años de prisión en Turquía. En julio de 1928, regresando a su país, es detenido por primera vez y, tras seis meses de prisión, es puesto en libertad.

La celda era tan pequeña que Nâzim, muchos años después, va a decir en su Autobiografía: “…necesité seis meses para recorrer cuatro metros cuadrados de sombrío hormigón”. Una celda diminuta donde el poeta va a permanecer solo e incomunicado. Tenía una puerta de hierro, con una ventanita para pasar la comida y, al fondo, una pared que daba a la calle, con una ventana semiarábiga de barrotes en lo más alto, por donde entraba aire fresco y un poco de sol.

En los días de lluvia, Nâzim miraba los charcos de agua en el patio del penal donde se reflejaban los tejados rojos, las nubes, las paredes, y su corazón se alegraba con la llegada del sol. Por las noches, a través de la ventana, se conformaba con mirar la claridad de las estrellas, pero no podía escribir. No tenía cómo. Apenas grababa, con sus uñas, el nombre de la amada en la correa del reloj.

El carcelero no permitía pasar ni un lápiz ni un libro, mucho menos la máquina de escribir. Solo entraba la comida, la única razón por la cual se abría, de vez en cuando, la ventanita de la puerta de hierro. El carcelero depositaba la bandeja con comida fría, casi incomible y luego se marchaba.

Pero un día se celebraba algún aniversario de la República, el carcelero no sólo trajo comida digna, sino que incluso abrió la puerta de la celda, se quedó conversando un rato y regaló una manzana al poeta. A pesar de su aparente dureza, el poeta vio ternura en los ojos del carcelero.

El poeta disfrutó de su manzana y lanzó las semillas a un rincón. Pasaron los días, el carcelero volvió a su normalidad, no permitía diálogo alguno ni hacia favores, pero inesperadamente las semillas empezaron a germinar. El poeta juntó tierrita con el polvo del piso de la celda, guardó parte de su sed para compartir la escasa agua y, al cabo de unos días, vio que unas delicadas planticas luchaban por abrirse paso a la vida. Como pudo, el poeta pidió al carcelero que le llevara un envase con un poco de tierra. El carcelero se negó de entrada, después preguntó la razón. El poeta le mostró las maticas. Le dijo que eran de la manzana que él le había regalado. El carcelero dijo que estaba prohibido, pero al rato regresó con un pequeño envase que contenía tierra. Colocó el envase donde diariamente ponía la comida, cerró con dureza la ventana de hierro y se marchó sin decir nada.

El poeta, que no tenía nada que hacer, sembró cuidadosamente las maticas. Pero, como el sol no llegaba al piso, y mucho menos al rincón donde nacían los pequeños manzanos, el poeta diariamente alzaba el envase con una mano y lo ponía a la altura de la ventana para que las maticas tomaran sol. Cuando se cansaba con una mano el poeta seguía con la otra. Un día el carcelero lo descubrió y le preguntó qué hacía. Nâzim le dijo que estaba dándole sol a las maticas.

–Tenía que ser poeta, fue el único comentario del carcelero.

Pasaron las semanas y el recipiente empezaba a quedarle pequeño a los manzanos. El poeta no sabía qué hacer. Así que un día esperó al carcelero y le dijo que se los llevara, que los sembrara en el patio de la prisión o donde él quisiera. El carcelero dejó la comida, miró receloso el envase y aceptó las maticas, más por fastidio que por otra cosa, y se marchó.

Cuando Nâzim salió en libertad se fue inmediatamente al exilio. Sin embargo, una amnistía general le permitió regresar, años más tarde, invitado por estudiantes de Estambul. Los periodistas, que antes lo habían vetado, ahora publicaban largos reportajes, con fotografías, donde el poeta anunciaba que estaría unos meses en el país, dando recitales y conferencias.

Una mañana, mientras desayunaba y hojeaba el periódico, el mesonero del hotel le entregó una pequeña cesta con manzanas y señaló a un señor que se encontraba parado en la puerta del restaurant. Nâzim se levantó de la mesa y se dirigió a él.

–Se las envía mi esposa, le dijo el señor.

Nâzim agradeció emocionado el obsequio.

–No tiene nada que agradecerme –dijo el señor– esas manzanas las sembró usted. Yo sólo llevé las maticas a mi esposa que las sembró detrás de la casa, y todos los días decía: “Voy a regar los manzanos del poeta”.

Era su antiguo carcelero.

La rosa de Zoe (Tania)

Nâzim Hikmet en una carta a su amigo Kemal Tahir, otro gran escritor de Turquía que estaba en ese momento también en la cárcel, le decía:

“Empecé a escribir paisajes humanos de mi patria en 1941 en la cárcel de Bursa. Antes había preparado un trabajo para La enciclopedia de los hombres famosos, donde los protagonistas no son generales, sultanes, científicos de las élites, artistas, reinas de belleza, o multimillonarios, sino trabajadores, campesinos, artesanos. Gente que su fama no sale de sus fábricas, talleres, campos o barrios de trabajadores. El fascismo alemán atacó a la Unión Soviética en ese tiempo. Cuando un viejo guardia me dio la noticia mi corazón tembló. Me dije a mí mismo ‘tienes que escribir una historia de siglo XX’. Yo aproveché la posibilidad de la poesía para decir mucho con pocas palabras. Algunas veces me acerqué al poema, otras veces quedó solo la prosa. También me beneficié de las posibilidades del teatro y del cine.”

Nâzim lee en un periódico que su madre le lleva a la cárcel, la noticia de Zoe Kosmodemyanskaya (Tania), la joven rusa de dieciocho años que fue ahorcada por oponerse a la invasión alemana. A partir de esa noticia, Nâzim escribe su bello y largo poema Tania, la Partisana, nombre que, en su homenaje, tomará años después nuestra Tania latinoamericana, Tamara Bunke, “Tania, la guerrillera”.

En 1951, al salir de la cárcel, Nâzim Hikmet se fue a Polonia y luego a la Unión Soviética. En el aeropuerto de Moscú lo estaban esperando varios escritores. Nâzim, un hombre alto y de pelo rojo, bajó del avión, abrió los brazos, cerró sus ojos azules, respiró el aire de Moscú y abrazó sonriente a sus colegas poetas.

Se les acercó una mujer. Nadie la conocía. Ella regaló una rosa a Nâzim. El poeta se dirigió a la señora, agradeció la rosa y preguntó quién era. Ella, nerviosa y emocionada, sólo dijo:

–Soy la madre de Zoe (Tania), la heroína de la que escribiste su poema en la cárcel.

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