viernes, marzo 29, 2024
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Elsa y Mario: precursores de paz

Las dificultades de la paz en Colombia provienen del paramilitarismo, una forma de pensar la sociedad no con la mente, sino con las tripas.

Mario Calderón y Elsa Alvarado.
Mario Calderón y Elsa Alvarado.

Alejandro Angulo, Cinep
Especial para VOZ

Ya son 19 años sin Mario ni Elsa. El recuerdo nos trae una nostalgia y enciende una luz roja.

Echamos de menos a dos compañeros de trabajo que alegrarían, sin duda, nuestros encuentros en Cinep. Además, tendríamos una conciencia ecológica mucho más despierta y activa. Soñaríamos con un parque entre nubes. Pero esa misma nostalgia nos previene acerca de lo que es y hace el paramilitarismo en Colombia y en el mundo contemporáneo: despertar a las 2 de la madrugada a una familia de clase media en Bogotá, rompiendo la puerta de su apartamento. Acribillar al jefe de familia y a su esposa, dejándolos irreconocibles.

Asesinar en su sueño al abuelo de un niño que no entiende la muerte de su papá, de su mamá y de su abuelo y que apenas empieza a entender lo que es su propia vida. Abandonar herida a la abuela de ese niño desconcertado por la violencia de la escena. Y todo porque Mario pensaba que Colombia podría ser mejor para todos, pero hay algunos colombianos que no piensan así. Al menos, esa es la justificación que han dado. Que piensan de manera diferente; y eso justifica matar a tres personas. Y a muchas más.

Las dificultades de la paz en Colombia provienen del paramilitarismo. Un fenómeno que ha sido superestudiado, pero que nunca ha sido ni conocido ni erradicado. Porque si se conociera, no sería tan enorme la mayoría de quienes lo diseñan y financian, ni tan insignificante la minoría de quienes lo repudian. Y si se erradicara tendríamos un país por el que se podría circular sin miedo de ser abaleado. El paramilitarismo no se puede reducir a las AUC, ni menos a las ‘bacrim’. El paramilitarismo es una forma de pensar la sociedad no con la mente, sino con las tripas.

La mentalidad paramilitar

La mentalidad paramilitar nunca se ha debatido, porque los estudios científicos no alcanzan la médula del asunto que es la conciencia del ser humano violento. Por no saber cómo estudiarlo, tampoco lo entendemos. Por esa debilidad de nuestra ciencia, los debates se pierden en los detalles de situar el fenómeno de la violencia en el tiempo y en el espacio, y a lo sumo de intentar comprender las relaciones que existen entre los niveles sociales partidarios del uso de la fuerza en las relaciones humanas: el descubrimiento y denuncia de los intereses creados de las personas pero no de sus motivos.

Así, sabemos que Carlos Castaño mandó matar a Mario Calderón y a Elsa Alvarado. Y también podemos deducir que no tenía idea de que sus esbirros iban a asesinar a una persona más, a herir a otra y a herir en el alma a un infante que a duras penas caminaba. Ese es el primer nivel de inconsciencia de todos los guerreros profesionales y también de los hechizos, los pistoleros.

Pero el segundo nivel de consciencia es el que trata de indagar cómo sucede la orden de Castaño, que con frecuencia no era una orden clara y distinta, sino solamente la insinuación de que al gran comandante le molestaba la existencia de alguna persona. Eso lo han comprendido los grandes artistas de la literatura universal, pero no lo ha comprendido el santanderismo colombiano. No porque sean siempre torpes los fiscales y los jueces, sino porque no han podido o querido desarrollar su consciencia para darse cuenta de que el homicidio es siempre una práctica suicida.

No se dan cuenta de que la impunidad es mortífera, mata a las sociedades. Ese segundo nivel de inconsciencia es el que ha favorecido el negocio de los asesinos a sueldo, los sicarios, que no son invento de la oligarquía colombiana sino que existen desde que las hordas de homínidos se aniquilaban por sus hembras o por sus territorios de caza. Pero el que no lo hayan inventado los privilegiados nacionales no significa que no lo usen con mayor eficacia y, sobre todo, con mayor astucia que todos sus pares latinoamericanos.

Un tercer nivel de consciencia es aquel en que uno se pregunta sobre la aparición de Castaño en el escenario nacional como el adalid de una violencia ‘justificada’ por otra violencia introducida por el descontento de unos pobres (y de otros menos pobres de objetos pero igualmente pobres de mente) que también llegan a creer que el homicidio es la herramienta por la que van a lograr salir de su pobreza. Y es en este nivel donde aparece la inconsciencia de la así llamada dirigencia de un país dirigido por la violencia en todas sus relaciones económicas y sociales. Violencia, desde luego legitimada con más violencia, y ‘justificada’ con los argumentos de una ‘ciencia’ económica pensada para el despojo.

La dimensión profunda de la paz

Todas estas violencias, que cada actor justifica desde su propia miopía social, solamente se entienden cuando se mira la capacidad que tiene la inconsciencia humana de olvidar la regla de oro de la convivencia, descubierta ya hace muchos años, por los seres humanos conscientes: trata a los demás como tú quieres que te traten a ti.

Castaño perdió de vista que él no pretendía ser tratado como él trató a Elsa, a Mario y a su familia. Pero eso fue lo que le sucedió. Los que auparon y financiaron a Castaño para que se armara tampoco se dan cuenta de que ellos no quieren que los traten como ellos han tratado a aquellos a quienes les han quitado tierra, o salario, o la vida. Pero eso es lo que ha sucedido y sigue sucediendo. Crear esa consciencia es indispensable para pacificar a Colombia.

Cuando hablemos de paz en Colombia no podemos olvidar esta dimensión profunda del ser humano que llamamos la consciencia, so pena de no entender nada. El único problema es que no siempre tenemos éxito en entrar en nuestra propia consciencia y nunca logramos entrar en la consciencia ajena sino cuando alcanzamos a comunicarnos por el lenguaje. Elsa y Mario estaban explorando ese camino cuando los despedazaron a balazos. Pero ese es el único camino: el respeto de todos los seres distintos de nosotros.

Ellos optaron por hablar con su entorno, con su ambiente, con la gente de su tiempo, con los unos y los otros. Ellos resolvieron no matar. Pero sus asesinos, los de cuello blanco, verde y azul vieron en esa resolución una amenaza a sus ‘creencias’ de que hay que irrespetar para medrar. Uno de ellos lo dijo claro: “en Colombia para subir hay que tirarse a alguien”. Hoy, otros le hacen eco. Y tienen la desvergüenza de presentar sus crímenes como justicia y sus divagaciones como verdad.

Por fortuna, quienes comparten la visión y la opción de Elsa y Mario no han desaparecido de la faz de la tierra, ni siquiera en Colombia. Guardemos la esperanza de que los colombianos aprendamos algún día a sustituir la aspersión de balas y de babas por la conversación consciente.

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