La zona de interés es la versión libre de la novela homónima de Martin Amis. Tan libre que resulta difícil reconocer el libro en la película. Glazer sólo toma de Amis una premisa: contar Auschwitz desde la zona residencial de los oficiales, ajena a los barracones. Más allá, novela y película se bifurcan
Juan Guillermo Ramírez
Cuando Alain Resnais completó Noche y niebla en 1955, sobre las imágenes de los campos de exterminio nazi (las de archivo y las rodadas para la película) se hizo una pregunta: ¿dónde, en qué instante, la responsabilidad colectiva coagula en la más íntima culpabilidad individual? Claude Lanzmann mantiene que ninguna imagen del Holocausto hace justicia con el significado profundo de su atrocidad, con aquello que lo hizo posible. En su monumental Shoah solo se ven testimonios. Y a través de ellos se atisba, de lejos, el hueco que deja el ser humano cuando desaparece.
No se trata de señalar al villano, sino de identificar lo que nos hace malos. A todos en general y a cada uno en particular. László Nemes, el director de El hijo de Saul, intentaba resumir el asunto a su manera: «El problema es difícil de resolver. Por mucho que enseñes en tu película, al final tienes que ser consciente de que la realidad fue otra cosa. Y siempre mucho peor. Pero si, al contrario, no dejas ver nada, corres el riesgo de menospreciar lo que realmente fue».
la ceniza que sobrevuela el aire
Jonathan Glazer prescinde de toda trama novelesca. Yuxtapone escenas inspiradas en la vida cotidiana del comandante real de Auschwitz, Rudolph Hoss, su mujer Hedwig Hensel y sus hijos, y muestra qué pasaba por la mente de los verdugos. La zona que le interesa es el sector de los oficiales, retratado como un enclave paradisíaco. No cuenta la perspectiva de las víctimas. No introduce la cámara en el interior del campo de concentración. Aunque sólo veamos sus vallas, la cima de los edificios y el humo que sale del crematorio, el campo es omnipresente. Está en la ceniza que sobrevuela el aire.
En el zumbido que genera la combustión en los hornos. En las voces de guardas y kapos. En el ladrido de los perros. En los gritos de los presos. En el fuego que corona la chimenea del crematorio como si fuese un faro que tiñe las noches de naranja. A través de la fotografía y el sonido, Glazer transforma Auschwitz en una presencia incorpórea, espectral, ominosa, sobrecogedora y fantasmagórica.
Tiene un poder indudable, pero bien podría reavivar el debate sobre la conjuración de hábiles efectos cinematográficos a partir de los horrores de la historia: pensando en la objeción de Jacques Rivette al alambre de púas de Travelling en Kapò (1960) de Gillo Pontecorvo. Sigue la tradición de representar el horror indirectamente, como Claude Lanzmann y Michael Haneke. Intenta dar cabida al testimonio judío, aunque la secuencia coda final en el actual museo de Auschwitz puede eximir a la película de ligereza, pero curiosamente representa una especie de pérdida de valor, como si la película no pudiera soportarlo, permanece dentro de la prisión de la ironía histórica y tiene que salir de allí para reafirmar sus credenciales humanas. Sin embargo, Glazer se centra en un mal que crea su propia banalidad, la banalidad que permitió a los asesinos en masa seguir con sus asuntos.
Intuición, sonido e imagen
La película toda es un enorme ‘fuera de campo’, un término cinematográfico que alude a todo aquello que queda fuera del encuadre del plano, pero que el espectador puede intuir por diversos recursos formales, como el sonido, siempre ahogados por cierta distancia los gritos, disparos y el rumor constante de esa fábrica de la muerte donde se asesinaba a tiempo completo.
El mal como acto banal. Los acordes deformes de Mica Levi, compositora británica, suenan en los parlantes mientras la pantalla permanece en total oscuridad. Así será durante los primeros minutos de proyección, aunque a la melodía electrónica de la banda de sonido irá sumándose el inconfundible canto de unos pájaros. La primera imagen es bucólica: un grupo de hombres, mujeres y niños descansan sobre el césped, frente a un río y bajo el sol de la tarde.
Podría tratarse de una versión hiperrealista de una pintura de Monet o Renoir. Al atardecer, Rudolf Hoss, su esposa Hedwig, sus hijos e hijas y la sirvienta caminan hacia los autos estacionados a la vera del camino de tierra. El regreso a casa incluye los rituales típicos: el baño, la cena, la conversación cotidiana, las buenas noches, amén del apagado concienzudo de todas las luces de la casa, que Rudolf lleva a cabo con un ritmo preciso y calculado, sin duda idéntico al de la noche anterior y al de la siguiente, similar asimismo al de los objetivos y obligaciones laborales.
Difícil de imaginar
En varios momentos, Zona de interés se ve atravesada por secuencias con los colores invertidos, como un viejo negativo fotográfico en movimiento. Podría tratarse de sueños o pesadillas (una noche el padre les lee a las niñas la versión original de Hansel y Gretel), pero también de una inversión muy real del horror circundante: una joven esconde en la tierra manzanas y otras frutas para que, al día siguiente, sean recogidas por aquellos afortunados que logren salir un rato del campo para realizar tareas en el terreno colindante.
Más tarde, en Berlín, Rudolph Hoss asistirá a una fiesta de la alta sociedad militar y civil, y los vómitos –provocados quizás por el consumo excesivo de alcohol– se confunden en la mente del espectador. Difícil imaginarse otra manera de retratar la convivencia de lo normal –arropar a los niños antes de dormir, una fiesta al aire libre en el jardín, el paseo a caballo de un padre y su hijo– con la destrucción industrial de los cuerpos, del ser humano.
La apuesta del realizador es extrema y sin ornamentos: la normalización del exterminio y el horror es mucho más común y corriente de lo que podría imaginarse y el tiempo presente, este siglo XXI que apenas si ha comenzado, no ha hecho hasta ahora más que demostrarlo con creces.