martes, abril 16, 2024
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El anticomunismo (II)

La vieja estrategia de invocar el anticomunismo es en el fondo la expresión del temor de las élites a que la gente del común con su acción organizada rompa los históricos privilegios económicos, políticos y sociales

Beatriz Guerrero – Alejandro Cifuentes

En 1882, el por entonces presidente liberal Rafael Núñez afirmaba que “si llega un día en que el pueblo de Colombia se persuada de que las instituciones que le ha dado el partido liberal no son propias para asegurarle los beneficios prometidos, ese día abrirá́ camino a una poderosa reacción, que ningún esfuerzo ni artificio podrá contrarrestar con propicio éxito. Y entonces será el crujir de dientes”.

Previamente señalábamos que la existencia del anticomunismo respondía muy seguramente a un profundo temor, cuando no odio, de parte de las élites hacia las clases populares. Pues bien, las palabras de Núñez encarnan este temor. Según el historiador Jaime Jaramillo Uribe, el crujir de dientes del que hablaba el político cartagenero vendría cuando el orden social se viera subvertido desde abajo.

Y es que Núñez pensaba en ejemplos concretos: experimentó el gobierno artesanal de Bogotá en 1854, y como cónsul en Liverpool recibió de primera mano la información sobre el gobierno comunero de París en 1871. Por eso, impulsado por el temor al pueblo, intentaría reformar el régimen liberal vigente desde 1863, pues lo consideraba demasiado débil para garantizar el orden social -lo que significaba mantener a las clases trabajadoras sometidas-.

El reformismo fracasó, y Núñez, obsesionado con el orden, optó por un cambio radical. En 1886 reemplazó la constitución de Rionegro por una nueva carta magna, que terminaba con el federalismo y la separación de la Iglesia y el Estado, otorgándole amplios poderes al presidente. La nueva carta inauguró el conservador y autoritario régimen de la Regeneración, que rigió al país por 50 años hasta 1930. Este periodo coincidió que un auge de las luchas sociales impulsadas por el proceso de modernización que se experimentó también a lo largo de estos años.

La Ley de los Caballos

Durante la égida conservadora, la burguesía y las autoridades gubernamentales pusieron en práctica la prédica anticomunista, poniendo en marcha la represión contra las luchas populares que buscaban arrancar al naciente capitalismo derechos que garantizaran a los trabajadores mejores condiciones de existencia.

El ejemplo por excelencia de lo anterior lo constituye la masacre de las bananeras en diciembre de 1928. El carnicero de turno, el general Cortés Vargas, justificó el asesinato de trabajadores desarmados y sus familias asegurando que los huelguistas eran el puntal de una avanzada revolucionaria soviética. Pero lo cierto es que el miedo al pueblo y el discurso anticomunista venían alimentado una legislación que legitimaba la represión desde unos 40 años antes de los sucesos de Ciénaga.

Podemos rastrear esta legislación hasta 1888, cuando se sancionó la Ley 61, conocida como “Ley de los Caballos” porque fue inspirada en el degollamiento de algunos de estos animales en Palmira atribuidos al odio de los liberales hacia el orden constitucional. Con esta, las autoridades buscaban garantizar el orden público y la protección de la propiedad. Estaba dirigida principalmente contra periodistas críticos del régimen, y ponía en la mira cualquier movimiento y organización contraria a los postulados de la iglesia católica y del Partido Conservador.

De igual modo, durante este periodo se ordenó la persecución de la prensa y de la publicación de materiales que fueran en contra a las directrices oficiales. Decretaba la destrucción de todo tipo de publicaciones consideradas “subversivas” que atacaran la religión católica, que atentara contra la institución militar o que comprometieran los intereses de la República.

Resulta ilustrativo de lo anterior el caso del caricaturista Alfredo Greñas, conocido como El Zancudo, quien no daba tregua con su pluma a los líderes regeneracionistas, Miguel Antonio Caro y Rafael Núñez. Tras el levantamiento artesanal de 1893 en Bogotá, las autoridades lo acusaron de instigar la revuelta y se decretó su exilio.

Con el estallido de la Guerra de los Mil Días (1899-1903), amparados en la Ley 61, el gobierno conservador buscó prohibir la publicación de los acontecimientos del territorio nacional referentes al avance de las fuerzas liberales alzadas en armas.

En tanto la constitución otorgaba atribuciones legislativas al presidente, la represión se completó con decretos que alentaban la persecución hacia las organizaciones sociales que decidieran organizarse en contra del régimen. Así pues, se podría afirmar que la legislación de 1888 se convirtió en la base de un modelo de leyes que serían diseñadas para excluir cualquier corriente política disidente.

La legislación contra la clase obrera

Las primeras huelgas en el país se dan entre los trabajadores de los transportes, al despuntar el siglo XX. Los sindicatos surgían espontáneamente para enfrentar las luchas reivindicativas, pero no eran organizaciones estables, pues no existía legislación que los reglamentara. A la vez, comenzaron a surgir las primeras organizaciones políticas que se autoproclaman como obreras, siendo su culmen la formación del Partido Socialista en 1919.

El desenvolvimiento de la rebeldía popular aumentaba el temor y la respuesta en la legislación represiva. Se dictó la Ley de Alta Policía Nacional en 1906, que se encargó de prohibir la rebelión, sedición, motín o sonada que “afectara la paz pública o el orden social”, que fortalecía la persecución a la libre expresión, pues prohibía el uso de la caricatura y los letreros que desacreditaran al gobierno.

Y en 1908 se sancionó la Ley 13, que tenía como objetivo detener a todo aquel que incurriera en el delito de perturbar el orden público. Esta Ley sirvió para la represión de la huelga de sastres de 1919, que dejó un saldo de 10 muertos, 15 heridos y más de 300 prisioneros.

Pero la represión no pudo parar el auge de las luchas sociales, y conforme pasaban los años la “amenaza comunista” tomaba forma en el país. Para la década de 1920, la legislación relativa al orden público habla explícitamente de organizaciones con ideas “marxistas y bolcheviques”. Y se llegó incluso a equiparar a los líderes obreros con ladrones, gracias a un decreto presidencial de 1926 que reglamentaba la vagancia y la ratería.

Otros tantos decretos impedían la participación política de obreros, proscribían los sindicatos, los clubes de lectura, la huelga o cualquier encuentro, dándole el aval a la policía para frenar y controlar estos actos. Además, hacían la labor de propaganda casi imposible, por lo que las organizaciones políticas optaban por imprimir bajo la clandestinidad, arriesgándose a castigos de todo tipo.

Consideración final

La prédica anticomunista, el temor al pueblo y la legislación represora, se conjugaron en hechos atroces contra el pueblo, como la masacre de artesanos durante la huelga de los sastres en 1919, el asesinato de obreros huelguistas en Barrancabermeja durante las huelgas de 1924 y 1927, o la Masacre de las Bananeras en 1928. Todas ellas anteriores a la fundación del Partido Comunista.

No es de extrañar entonces que la militancia comunista fuera objeto de persecución, asesinatos, desapariciones y torturas a lo largo del siglo XX. Sin embargo, como lo demuestra el trasegar del anticomunismo anterior a 1930, este discurso no solo atañe a los comunistas. Con él, las élites han intentado estigmatizar a las ideas progresistas y disidentes, y ha servido para justificar la represión de las organizaciones populares de todo tinte en diferentes momentos de nuestra historia.

En últimas, el anticomunismo en Colombia resulta tan longevo, beligerante y agresivo porque en el fondo es expresión del temor de las élites a que la gente del común, que por tanto tiempo han mantenido subyugada, con su acción organizada rompa los privilegios sociales que supieron garantizarse tras la ruptura del régimen colonial.

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