domingo, enero 26, 2025
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Colombia y la transición energética

El Gobierno ha hecho -en la COP 26 de Glasgow y en otros escenarios- promesas ambiciosas en política ambiental, pero sin respaldo presupuestal ni proyectos debidamente diseñados. Además, tampoco aprobó del Acuerdo de Escazú, que permitiría tomar acciones en defensa de los líderes ambientales

Carlos Fernández

En el primer artículo de esta serie sobre transición energética (véase VOZ 3099), anunciamos el análisis de lo avanzado en Colombia en esta materia, con lo cual damos por terminada la exposición de este tema crucial para el futuro, sin perjuicio de volver a él en el futuro, cuando las circunstancias lo ameriten.

Antecedentes jurídicos de la transición

Desde la expedición del decreto-ley 2811 de 1974, que estableció el Código Nacional de Recursos Naturales Renovables y que tiene como principio rector que «el ambiente es patrimonio común» (artículo 1º), el país ha venido adaptando su legislación y sus instituciones a los avances que, en materia conceptual e institucional, se han presentado en otros ámbitos de la llamada comunidad internacional en materia de relaciones con el planeta y sus recursos.

Es así como, en 1993, se expidió la ley 99, que creó el sistema nacional ambiental y, dentro de él, el Ministerio del Medio Ambiente, teniendo como base el concepto de desarrollo sostenible, definido como «el que conduzca al crecimiento económico, a la elevación de la calidad de la vida y al bienestar social, sin agotar la base de recursos naturales renovables en que se sustenta, ni deteriorar el medio ambiente o el derecho de las generaciones futuras a utilizarlo para la satisfacción de sus propias necesidades» (artículo 3º).

Más adelante en el tiempo, la ley 697 de 2001 introduce, entre otros, los conceptos de uso racional y eficiente de la energía (URE), el de fuente, cadena y eficiencia energéticas, el de fuentes convencionales y no convencionales de energía y otros no menos importantes para tener un diagnóstico acertado del conflicto que representa la demanda creciente de material energético no renovable y la capacidad del planeta de atender ese crecimiento mientras sustituye las fuentes no renovables por otras renovables, conocidas éstas, en ese momento, de manera incipiente o cuya aplicación a la actividad económica no se veía como urgente.

Más recientemente, nos encontramos con la ley 1665 de 2013, mediante la cual se aprobó el estatuto de la Agencia Internacional de Energías Renovables (IRENA), de la cual el país entró a hacer parte y cuyo objetivo es promover «la implantación generalizada y reforzada y el uso sostenible de todas las formas de energía renovable», en otras palabras, la transición del uso de las fuentes convencionales de energía, basadas en los hidrocarburos no renovables, hacia las energías renovables, entre las cuales la Agencia identifica la bioenergía, la energía geotérmica, la hidráulica, la marina (proveniente ésta de las mareas y las olas y de la energía térmica oceánica), la solar y la eólica.

En 2014, la ley 1715 se propuso «promover el desarrollo y la utilización de las fuentes no convencionales de energía, principalmente aquellas de carácter renovable, en el sistema energético nacional, mediante su integración al mercado eléctrico, su participación en las zonas no interconectadas y en otros usos energéticos como medio necesario para el desarrollo económico sostenible, la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero y la seguridad del abastecimiento energético». Como puede verse, esta norma ya apunta a hacer de las fuentes no convencionales de energía parte fundamental del sistema energético colombiano, del mercado de energía.

Por último, en este breve recorrido por la legislación colombiana, nos encontramos con la expedición, en julio de 2021, de la ley 2099, que busca ligar la transición energética con la dinamización del mercado de la energía y la reactivación económica general del país, luego de la pandemia del covid-19.

Los protagonistas de estos avances

Cabe preguntarse de dónde se obtienen estos avances legislativos, algunos de los cuales se entroncan con las corrientes más avanzadas de los planteamientos ambientalistas. Creemos no equivocarnos si señalamos que las luchas de los ambientalistas colombianos han sido claves para la obtención de estos logros.

A ellos se han unido y se aúnan las comunidades que, en sus territorios, bregan por salvaguardar la vida, incluida la vida del propio territorio; las organizaciones y movimientos sociales que se movilizan en contra de las tropelías y atropellos del capital; en fin, una pléyade de luchadores que, sin descanso, no dejan de batallar por conservar la vida en la tierra, lo que les ha significado el sacrificio de la propia vida cuando su lucha se enfrenta a los intereses de narcotraficantes, ganaderos e inversionistas de la agroindustria y de la explotación de combustibles fósiles.

La realidad versus la ficción

Pero no hay que llamarse a engaño. Estos avances legislativos coinciden, en la actualidad, en Colombia, con las acciones de los depredadores del medio ambiente, no obstante la legislación mencionada e, incluso, gracias a parte de ella. Un ejemplo puede ilustrar esto. Entre los proyectos de desarrollo de energías no convencionales más adelantados en el país, se encuentran los proyectos de energía eólica de la Guajira, uno de los cuales fue, incluso, inaugurado por el presidente Duque.

En la Guajira, se viene dando un proceso de utilización indebida del territorio wayúu por parte de empresas, principalmente, extranjeras que pretenden que, a la vuelta de 15 o 20 años, la energía eólica represente un 20% del total de la capacidad instalada del país.

Pues bien, las dos últimas leyes señaladas más atrás son el producto no sólo de la entrada de Colombia en la transición energética que requiere la sociedad humana en su conjunto, sino de la presión de empresas tales como General Electric, Enel (Italia), Electricité de France, Hitachi y otras, que ejecutan en los actuales momentos proyectos en la Guajira que, de ser finalizados, podrían implicar una capacidad instalada de dos Hidroituangos, según Indepaz.

Al mismo tiempo, se siguen desarrollando inversiones en explotación de combustibles fósiles, lo que muestra a las claras que la preocupación del gobierno y del capital no es contribuir decididamente a la transición energética sino aprovechar las oportunidades de negocios rentables que brindan tanto las fuentes convencionales como las no convencionales de energía.

El Gobierno ha hecho -en la COP 26 de Glasgow y en otros escenarios- promesas ambiciosas de política ambiental, pero sin respaldo de proyectos debidamente diseñados ni presupuestales. Basta señalar la no aprobación del Acuerdo de Escazú, que permitiría tomar acciones en defensa de los líderes ambientales, el paso de 20 a 30% del territorio como área protegida en 2022, completamente irrealizable, o el mantenimiento del fracking como posibilidad de explotación del petróleo.

Lo que nos depara el futuro

Las elecciones de marzo y mayo van a determinar si el país asume sus responsabilidades en materia de transición energética o sigue contribuyendo al deterioro de las condiciones de vida en el planeta. A pesar de la insuficiencia de los acuerdos ambientales obtenidos hasta el presente por la comunidad internacional, incluidos los que salieron de la COP 26, Colombia ha estado muy atrás de lo que se requiere y de aquello a lo que se ha comprometido.

Los precandidatos de los partidos y movimientos diferentes a los del Pacto Histórico o no establecen compromisos de ruptura con el modelo energético actual o divagan en una nebulosa de planteamientos inanes y de buenas intenciones. El programa del Pacto señala explícitamente que «el Pacto Histórico es, también, un pacto por la vida y la naturaleza, que protege el agua y ordena el territorio en torno a ella, que avance en la necesaria transición energética abandonando la dependencia de energías fósiles y detenga la depredación y la deforestación, involucrando a las comunidades en la protección de nuestra biodiversidad y ecosistemas».

Uno de sus precandidatos, Gustavo Petro, ha puesto, incluso, plazos taxativos para terminar la explotación petrolera y del carbón, señalando que las actividades de exploración se suspenderían al asumir el Pacto el gobierno, lo que daría 12 años para desarrollar las fuentes no convencionales de energía y abandonar, definitivamente, la explotación del petróleo, el gas y el carbón.

Por esto le han llovido rayos y centellas de parte de los otros precandidatos del establecimiento y del núcleo de técnicos defensores del sistema. Todo el mundo dice estar de acuerdo con la transición energética «pero no así». Hay que aprovechar, dicen, las posibilidades que todavía brindan la existencia de recursos convencionales no explotados y, sobre todo, la amortización de las inversiones actualmente vigentes.

Esto no es más que apego irracional a la obtención de rentabilidad inmediata sin mirar el costo en términos de preservación de la sociedad humana y carencia absoluta de compromiso con lo que demanda la lucha por la vida en la tierra.

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