jueves, diciembre 12, 2024
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Al pueblo nunca le toca… por ahora

La decisión del Partido Liberal de apoyar al candidato de la extrema derecha, responde a una tradición donde la dirigencia de esa colectividad siempre le ha dado la espalda al pueblo. Un clásico de la literatura nacional así lo devela

Simón Palacio
@Simonhablando

Baltasar Riveros y Casiano Pardo vivieron casi todo el siglo XX en medio de interminables discusiones políticas. Mientras el primero, “liberal y macho” tal y como se describía, era oriundo de Une, el segundo, que presumía ser un godo de “raca y mandaca” y obediente a ciegas de lo que dijera el clero, era de Choachí, ambos municipios de Cundinamarca.

Como amigos eran al mismo tiempo enemigos, pues en las más de quinientas sentadas en cualquiera de los cafetines de la Bogotá señorial de la primera mitad del siglo, fabricaban de acuerdo a la coyuntura batallas descomunales que terminaban con violentos improperios. Lo curioso es que, de acuerdo a sus vidas privadas, la familia numerosa del liberal de trapo rojo se acercaba más a la visión de lo tradicional, mientras que la existencia del godo se caracterizaba por la búsqueda silenciosa del libertinaje.

Los dos pintorescos personajes de ficción protagonizan la novela Al pueblo nunca le toca (1979) del escritor y periodista Álvaro Salom Becerra, considerada como un clásico de la literatura nacional y una pieza maestra del costumbrismo cachaco, donde a partir de las historias compartidas e individuales de los dos amigos-enemigos se devela con crudeza el proceso político nacional representado por la tragedia del bipartidismo hegemónico.

El último pendejo

En los ocho capítulos de la excelsa novela, la vida de Baltasar Riveros gira en torno a la posibilidad que las clases populares lleguen al poder. “Ahora si le toca al pueblo”, dice repetidamente desde el momento en que subió a la presidencia el antioqueño conservador Marco Fidel Suárez (1918-1921), terminando con el arribo al solio de Bolívar del liberal y delfín bogotano Alfonso López Michelsen (1974-1978).

Desgastado por la fuerza de la historia, donde en miles de manifestaciones y eventos proselitistas el Partido Liberal prometía una y otra vez la llegada al poder de un pueblo representado por las burguesías, Baltasar Riveros no dudó en describirse después de sesenta años de discusiones: “Soy el último pendejo. En mí termina una cadena de idealistas y románticos liberales”.

La hegemonía liberal-conservadora

El personaje de Álvaro Salom Becerra es un heredero ideológico de la Guerra de los Mil Días (1899-1901). Su admiración hacia los generales liberales, como Rafael Uribe Uribe, Benjamín Herrera o Zenón Figueredo, la administra con el entusiasmo que despertaban las heroínas del trapo rojo, como Antonia Santos, Policarpa Salavarrieta y la Juana de Arco, que si bien es francesa, representa los ideales de la libertad anticlerical.

Las derrotas que iba propinando la endémica hegemonía conservadora, se transformaron en “victorias”. Las noticias de la Masacre de las Bananeras (diciembre de 1928) y las movilizaciones populares de 1929, terminaron con la llegada al poder del señorito de la alta sociedad Enrique Olaya Herrera (1930-1934). De fachada liberal, inició el periodo que se conoció como República Liberal. Por supuesto, Baltasar pensaba equivocadamente que el poder ahora era del pueblo.

La agonía de la revolución en marcha

Mientras los años pasan y los tímidos movimientos de Olaya Herrera se publicitaban como maniobras “transformadoras”, Baltasar vio materializadas sus esperanzas con la presidencia del reformista Alfonso López Pumarejo (1934-1938). Incluso, ya con los titulares de la Revolución Bolchevique de 1917 en las calles capitalinas y el intercambio ideológico con la intelectualidad marxista del grupo de Los Nuevos, se aferró a que era el momento de la Dictadura del Proletariado, pero de estirpe liberal.

Ciego, sordo y mudo ante la evidencia que demostraba cómo el presidente había capitulado sus reformas ante su propia clase, la burguesía, en el Jockey Club de Bogotá, justificó la ascensión de Eduardo Santos (1938-1942) porque era el director de El Tiempo. Al ver despedazadas las reformas de la “revolución en marcha”, volvió a apoyar el segundo gobierno de López Pumarejo (1942-1945) con un descomunal entusiasmo, solo comparable con la decepción popular del reciclado mandato.

El pueblo no gobernó y de golpe el Partido Conservador volvió al poder con el hacendado Mariano Ospina Pérez (1946-1950). Sin embargo, “el negro” Jorge Eliécer Gaitán tenía las llaves, porque, “ahora sí le toca al pueblo”.

Del Bogotazo al Frente Nacional

Por cerca de tres años, Baltasar Riveros estuvo en la primera fila del Teatro Municipal de Bogotá presenciando todos los candentes discursos del caudillo Gaitán. La admiración que despertaba, lo hacía pensar que de verdad era el momento del pueblo. Por eso, aquel 9 de abril de 1948, al escuchar en la radio del magnicidio de quien sería con seguridad el próximo presidente de Colombia, no dudó en lanzarse a la calle para participar de la insurrección.

Al ver que el caos se apoderaba de la indignación y que la dirigencia de su Partido Liberal negociaba en el Palacio de la Carrera (hoy Casa de Nariño) con los conservadores, entendió que no era el momento y que por ahora el pueblo no podría vengar a su líder arrebatándole el poder a sus verdugos. Días después, al verse preso por los acontecimientos del Bogotazo, su escepticismo creció.

Desde la fría y señorial Bogotá las noticias eran ambiguas. Las cabezas del liberalismo se dividían y no participaban en las elecciones que eligieron al temido Laureano Gómez (1950-1953), mientras que las guerrillas liberales y comunistas combatían en las lejanas provincias. Temeroso de la represión fascista, Baltasar Riveros se aisló en su trabajo bancario.

El golpe de Estado propinado por el militar Gustavo Rojas Pinilla (1953-1957), despertó su extraviado entusiasmo. No importaba la procedencia conservadora del dictador, era el momento del pueblo. La aspiración de siempre terminó frustrada por la conspiración de su partido, el liberal, con su enemigo de siempre, el conservador. La pirueta terminó con el Frente Nacional, que consistió en el reparto burocrático y clientelista del Estado entre las dos formaciones políticas.

Por ahora

Los cuatro periodos presidenciales del Frente Nacional (1958-1974), que para Baltasar Riveros fueron eternos, confirmaron una inusitada decepción general en el otrora ferviente militante liberal. Ni la tímida reforma agraria de Carlos Lleras Restrepo (1966-1970), le produjo alguna esperanza.

Ante el descarado fraude electoral del 9 de abril de 1970 que subió a Misael Pastrana Borrero (1970-1974), no fingió sorpresa. Es más, votó después por el delfín Alfonso López Michelsen (1974-1978), con el único propósito que no subiera Álvaro Gómez Hurtado, hijo del monstruo fascista Laureano.

Anciano y enfermo, Baltasar Riveros siguió discutiendo con Casiano Pardo, su amigo de toda la vida y enemigo conservador, ya no con la esperanza de ver al pueblo triunfante sino decepcionado con ese mismo pueblo que permitía una y otra vez que una élite despreciable se aferrara al poder.

El personaje ficticio de Álvaro Salom Becerra muere, pero la historia dice que el Partido Liberal continuó en el poder con los gobiernos del clientelista profesional Julio César Turbay Ayala (1978-1982), el senil genocida Virgilio Barco (1986-1990), el neoliberal César Gaviria (1990-1994), el deslegitimado Ernesto Samper (1994-1998), el liberal-fascista Álvaro Uribe Vélez (2002-2010) y el pragmático Juan Manuel Santos (2010-2018). En todos los casos, una élite socioeconómica de apellidos y no un pueblo organizado ha detentado el añorado ejercicio del poder político.

Por eso, como un homenaje a lo que simboliza en la historia el personaje de Baltasar Riveros, el verdadero liberalismo popular puede sacarse la espinita y sublevarse contra la Establecimiento del trapo rojo. Así las cosas, el próximo 29 de mayo podrá ser determinante en decidir si por fin le toca o no al pueblo.

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