La suspensión de la ayuda humanitaria proveniente de Estados Unidos y el posible cierre de su agencia de cooperación encienden las alarmas. Sin embargo, es la oportunidad para replantear nuestra dependencia de esas “ayudas”
Federico García Naranjo
@garcianaranjo
“Usaid es una organización criminal”, “está dirigida por lunáticos radicales”, “es un nido de marxistas”. Estas expresiones utilizadas para referirse a la agencia estadounidense de cooperación internacional para el desarrollo, no provienen de ninguna organización de derechos humanos sino de los señores Donald Trump y Elon Musk. Así es, el presidente de Estados Unidos y su “asesor en eficiencia gubernamental” y el hombre más rico del mundo, han anunciado el congelamiento de los presupuestos para ayudas humanitarias y el eventual cierre de su agencia de cooperación.
La medida, que se toma inicialmente por 90 días, tiene como propósito –según Trump– la revisión minuciosa de cada programa de ayuda para así definir prioridades y hacer más eficiente el gasto. El presidente advirtió que no habrá más “ayuda desinteresada” y vigilará que cada dólar gastado se utilice en provecho de los intereses estadounidenses. Así han quedado en el limbo numerosos proyectos que recibían ayuda económica de Usaid, provocando por una parte que las comunidades que se beneficiaban de los proyectos pierdan esas ayudas, y por otra, que vea en riesgo su trabajo una abultada nómina de funcionarios, contratistas, consultores y miembros de ONG que trabajan en esos proyectos.
Pero más allá del impacto inmediato que la cancelación –o suspensión– de los programas de ayuda pueda provocar, el cierre de Usaid invita a hacerse preguntas sobre la diplomacia de nuevo tipo que el mundo está viendo con Trump. La actitud amenazante y grosera del presidente estadounidense hace que las propias relaciones internacionales tengan que replantear la forma como los países se relacionan con el mundo y, por supuesto, con la –ya en declive– potencia hegemónica.
La cooperación, una trampa
Usaid fue fundada en 1961 durante el gobierno de John F. Kennedy en plena Guerra Fría, como parte de la política exterior estadounidense hacia América Latina y el resto del Sur Global, que buscaba contener la expansión del comunismo. Dicha política tenía, al menos, tres facetas: la diplomática (el Departamento de Estado), la militar (el Pentágono) y la cooperación internacional (Usaid). A través de esta agencia de cooperación, Washington financió toda suerte de iniciativas, siempre y cuando no fuesen en contra de los intereses estadounidenses: organizaciones no gubernamentales, medios de comunicación, organizaciones de la sociedad civil, centros de pensamiento o think tanks, centros educativos, campañas de concientización, programas de capacitación y, cuando tocaba, “revoluciones de colores” o golpes de Estado.
La cooperación internacional, entendida como la transferencia voluntaria de recursos de un país a otro, ha sido presentada como una herramienta inspirada en el “altruismo internacional” que orientó las relaciones internacionales después de la Segunda Guerra Mundial. Según ese discurso, el entendido de que los países “desarrollados” podían y debían ayudar a los “subdesarrollados” bajo la premisa de que todas las personas éramos iguales y todas teníamos derecho al bienestar, impulsaba a que los países ricos destinaran parte de su presupuesto a financiar proyectos de desarrollo en países pobres.
Así, Francia fundó AFD en 1941, Alemania fundó GTZ en 1975, Suecia fundó Sida en 1985, España fundó Aecid en 1988 o Italia fundó AICS en 2016. El problema es que lo que parece a primera vista un ejercicio de generosidad, es en realidad una política de relaciones públicas que busca, por una parte, lavarle la cara a las potencias occidentales, presentándolas como bondadosos amigos que ayudan al desvalido, y por otra, provocar relaciones de dependencia que eventualmente puedan convertirse en armas de chantaje geopolítico.
Colombia recibe alrededor de 1000 millones de dólares al año por cuenta de la cooperación internacional y aproximadamente la mitad proviene de Estados Unidos. La mayoría de esos recursos se han destinado históricamente a la sustitución de cultivos y la lucha contra el narcotráfico, pero en los últimos años ha aumentado la inversión en protección de la naturaleza y promoción del turismo. Por supuesto, la suspensión de la ayuda impactará decididamente en muchos de estos programas, con las consecuencias ya advertidas.
Qué se pretende
Lo cierto es que, a ojos de un negociante como Trump, la cooperación internacional cumple la misma función que en una compañía tiene la llamada responsabilidad social empresarial. Es decir, destinar unos dineros para hacer relaciones públicas a través del altruismo y, de paso, ganarse una exención de impuestos. La pregunta que queda entonces es ¿por qué Trump prescinde de un arma de influencia geopolítica tan poderosa como Usaid? ¿En realidad pretende hacer lo que anuncia? ¿Para qué?
La suspensión de la ayuda y el eventual cierre de Usaid no tienen como propósito fortalecer la “eficiencia gubernamental”, como se llama el cargo de Elon Musk en el gobierno de Trump, ni tampoco recortar gastos o racionalizar el presupuesto. Por una parte, hay que partir de que a Trump no se le puede entender literalmente, es decir, no sabemos si efectivamente va a cerrarse Usaid y no sabemos si definitivamente va a cancelarse la ayuda.
Lo que sí sabemos es que Trump no está conforme con la influencia que el Partido Demócrata ejerce sobre las políticas de cooperación, a las que tacha de “progresistas” y “woke”. Su señalamiento a la agencia de ser un “nido de marxistas” así lo demuestra. Por otro lado, unas de las decisiones de Trump, que no ha sido registrada por los medios corporativos de comunicación, ha sido un brutal recorte de personal destinado a purgar de elementos demócratas las dependencias estatales y poner allí gente de su confianza. Es posible que estas declaraciones formen parte de esa política, esta vez en el ámbito de la cooperación.
Lo cierto es que este episodio no solo obliga a Colombia y a otros países receptores de ayuda a buscar otras alternativas de financiación, sino que abre el debate sobre la pertinencia de esas mismas ayudas y la posibilidad de transitar hacia una mayor autonomía. Por supuesto, el modelo perverso de dependencia impuesto por las políticas de cooperación ha provocado que el impacto inmediato de la suspensión de la ayuda haga cundir el pánico entre muchas personas que derivan su sustento de esta transferencia de recursos. No obstante, no se trata de reemplazar una cooperación por otra más “amigable”, sino de lograr que la cooperación no sea necesaria.