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Regulación trabada

La regulación del comercio de cannabis de uso adulto hubiera sido la oportunidad para fortalecer un nuevo enfoque contra las drogas desde la salud pública y avanzar en la normalización del consumo responsable. La iniciativa sigue en la agenda progresista

Federico García Naranjo
@garcianaranjo

“La mata no mata”. Esa fue la consigna que agitaron los congresistas de la coalición de gobierno para defender la despenalización del comercio del cannabis de uso recreativo para adultos.

El proyecto de reforma constitucional pretende no solo despenalizar el único eslabón de la cadena que aún está prohibido, sino transitar hacia una nueva concepción del fenómeno del consumo de sustancias psicoactivas, SPA, y a un nuevo enfoque de política pública que supere la fracasada guerra contra las drogas.

Qué se vota

La legislación sobre las actividades vinculadas al negocio del narcotráfico en Colombia ha seguido históricamente los lineamientos de Washington. La todavía vigente Ley 30 de 1986, el Estatuto Nacional de Estupefacientes, penaliza todas las etapas del negocio sin importar la sustancia ni la actividad. Sigue así el equivocado criterio estadounidense de considerar a todas las SPA como igual de peligrosas, metiendo en el mismo saco a personas vulnerables como raspachines o marihuaneros de barrio con sicarios, mafiosos o lavadores de dólares.

Con el consumo de SPA, los avances se han conseguido a través de sentencias judiciales y no de la ley, de la misma forma como colectivos como el LGBT y las mujeres han conquistado derechos como el matrimonio o el aborto. Así, la ya histórica sentencia C-221 de 1994, proferida por la Corte Constitucional con ponencia del maestro Carlos Gaviria Díaz, despenalizó el porte y consumo de la dosis personal de estupefacientes, reconociendo el derecho al libre desarrollo de la personalidad y estableciendo que el Estado no puede entrometerse en las conductas personales, siempre y cuando no afecten los derechos de los demás.

En 2009, en el ocaso del gobierno de Álvaro Uribe, el Congreso aprobó una reforma constitucional que prohibió el consumo de SPA, aunque sin contemplar sanciones penales sino administrativas. Es decir, no definía al consumo como delito pero sí lo hacía motivo para la imposición de sanciones como multas u horas de trabajo comunitario. En 2011 se aprobó la Ley de Seguridad Ciudadana que volvió a penalizar el consumo y el porte de la dosis mínima, pero la sentencia C-491 de 2012 de la Corte Constitucional revocó los artículos al respecto y aclaró que el porte y consumo de dosis personales están amparadas por el derecho al libre desarrollo de la personalidad.

En 2016 fue aprobada la ley que regula la producción y comercialización de cannabis de uso medicinal, pero el uso recreativo para adultos sigue siendo un tabú. Hoy en día y según las normas, todas las actividades relacionadas con el cannabis recreativo (producción de hasta 14 plantas, porte de dosis personal y consumo) están despenalizadas, excepto la comercialización. En otras palabras, es legal sembrarla, fumarla y portarla, pero es ilegal venderla.

En la práctica, esta confusión entre las prohibiciones y los derechos provoca que el tratamiento del fenómeno del consumo dependa del estado de ánimo del policía de turno.

Por eso es tan importante despenalizar el comercio de marihuana, de modo que toda la cadena del negocio pueda ser regulada y controlada por el Estado, garantizando un mínimo de ilegalidad y protegiendo la salud y los derechos de los consumidores.

Poder, plata e ideología

Debe entenderse aquí que la legislación confusa aunque vigente y los prejuicios que existen sobre el consumo de cannabis en Colombia no son una consecuencia natural. Obedecen a la estrategia desplegada por sectores conservadores de la opinión pública y del gobierno de Estados Unidos para tratar el fenómeno de las drogas desde principios del siglo XX. Esta estrategia nunca ha tenido como propósito proteger la salud pública ni disminuir el consumo, sino que ha tenido tres objetivos: político, económico y cultural.

La prohibición del narcotráfico y su identificación como riesgo para la seguridad nacional se ha convertido en una de las mejores herramientas de chantaje geopolítico de los últimos años. La lucha contra el narcotráfico ha permitido que los Estados Unidos entreguen ayuda antinarcóticos a los países a cambio de incidencia en las decisiones internas, siempre con la amenaza de suspender la ayuda o de la famosa “descertificación”, que ya padeció Colombia en 1996 y 1997.

Por otro lado, los rendimientos económicos del negocio del narcotráfico, junto con los otros tres grandes negocios ilegales –tráfico de armas, personas y especies silvestres–, mantienen al capitalismo en pie. Muchos analistas sostienen que ante la creciente burbuja de deuda que caracteriza la economía global y que la hace cada vez más improductiva y frágil, los negocios ilegales son los que brindan la liquidez suficiente para que las tasas de acumulación se mantengan y con ellas, la ilusión de la prosperidad capitalista.

Finalmente, las SPA han servido para construir un imaginario del “ciudadano modelo” que no consume drogas. El estereotipo del consumidor como alguien degenerado no es casual, se ha construido desde la demonización de la marihuana en el decenio de 1920, cuando miles de mexicanos comenzaron a cruzar masivamente la frontera para trabajar en las plantaciones del sur estadounidense. Se fortaleció en el decenio de 1960 cuando la heroína fue introducida por la CIA en los barrios de negros para aplacar el movimiento por los derechos civiles y se consolidó en los años ochenta cuando el crack se extendió como una epidemia entre los estratos más pobres de la sociedad estadounidense.

En particular, la marihuana ha sido demonizada no porque represente en sí misma un gran peligro para la sociedad –no más que las grasas saturadas, el azúcar o la contaminación atmosférica– sino porque permite identificar colectivos sociales que conviene mantener a raya: mexicanos, negros o latinos en Estados Unidos, pobres, indígenas, chirris o ñeros en Colombia.

Los argumentos

Por ello fue tan revelador el debate en el Congreso donde se expusieron argumentos a favor y en contra del proyecto. La senadora ponente, María José Pizarro explicó los beneficios de la despenalización del comercio de cannabis desde una perspectiva de derechos, de salud pública y de regulación estatal de la actividad.

La oposición, sin embargo, desvió el debate trayendo argumentos propios del imaginario más ignorante y obtuso sobre el consumo, repitiendo las falacias acostumbradas: que la marihuana es la puerta de entrada a otras drogas, que la despenalización no garantiza el fin de la ilegalidad y que ¡por favor alguien piense en los jóvenes!

A pesar de la derrota del proyecto por falta de una mayoría calificada en el Senado, lo cierto es que la despenalización del comercio de cannabis de uso recreativo para adultos es una buena idea porque es la oportunidad de quitarle a las mafias parte del negocio del narcotráfico, aumentar el recaudo de impuestos, controlar la calidad de la marihuana que se consume, regular su venta y distribución y prevenir el abuso, de la misma forma como se hace con el alcohol o el tabaco.

Insistir en la iniciativa es la oportunidad para que el país asuma con sinceridad el debate sobre el placer y el goce. Un pueblo acostumbrado a trabajar, trabajar y trabajar –y a emborracharse hasta perder la conciencia una vez por semana– debe darse la posibilidad de explorar otras formas de diversión. Un país que tiene la mitad de sus homicidios relacionados con el consumo de alcohol podría darle la oportunidad al cannabis que, como lo explicó María José Pizarro, es el responsable de cero muertes al año.

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