La derrota de los demócratas revela el agotamiento de la agenda identitaria y plantea nuevos retos para la izquierda global, de cara a la crisis de la globalización
Federico García Naranjo
@garcianaranjo
Hace casi ocho años, la filósofa marxista y feminista estadounidense Nancy Fraser publicó un artículo titulado “El fin del neoliberalismo progresista”, a propósito del triunfo electoral de Donald Trump y la derrota de Hillary Clinton. En él, Fraser analiza cómo a pesar de parecer una contradicción en los términos, lo que resultó derrotado en aquellas elecciones no fue solo el Partido Demócrata sino la conjunción muy estadounidense entre la privatización, la financiarización y la precarización de la clase trabajadora y de la clase media, propias del neoliberalismo, con el ascenso de la cultura woke, es decir, las reivindicaciones identitarias de colectivos tradicionalmente marginados como las mujeres, los negros o la población de sexualidad diversa.
Esa conjunción, dice Fraser, es la cara amable de la mercantilización brutal que impone el neoliberalismo. Una conjunción que, si bien ha visibilizado unas luchas necesarias, también ha servido para lavarle la cara al modelo económico de la desregulación y la privatización, que empobrece al mundo como nunca antes. En Colombia tuvimos nuestra experiencia en ese sentido, cuando la Constitución de 1991 abrió el sistema político y sentó las bases para la democratización de la sociedad, mientras también creó las condiciones para la apertura económica, la desindustrialización y la precarización.
El hombre mediano
Dos años después, la escritora y documentalista brasileña Eliane Brum, en una columna titulada “El hombre mediano asume el poder”, sostenía que más allá del desgaste del Partido de los Trabajadores y de la clase política brasileña, el triunfo de Jair Bolsonaro en 2019 se explicaba por el creciente resentimiento de buena parte de la sociedad que, mientras veía cómo se deterioraba progresivamente su calidad de vida a causa de las medidas de desregulación económica, se sentía cada vez más acorralada por la emergencia de nuevas identidades que antes se ocultaban de forma vergonzante y ahora se exhiben desafiando los cánones de la sociedad tradicional.
De formas distintas, en países distintos y a propósito de dos elecciones distintas, pero las dos autoras describen el mismo fenómeno. Un fenómeno de creciente descontento frente a las promesas incumplidas del neoliberalismo, al tiempo que se hace una identificación mecánica entre el empobrecimiento de las mayorías sociales con el “empoderamiento” de colectivos como las mujeres, las minorías étnicas o la población LGBTIQ+. ¿Es esta identificación algo equivocado? ¿Es solo una percepción distorsionada o, por el contrario, es la evidencia de la incapacidad de la nueva izquierda para ofrecer una verdadera alternativa a la precarización?
Vuelve y juega
La semana anterior, los resultados de las elecciones estadounidenses han girado de nuevo en torno a esta cuestión. El triunfo arrollador de Trump no solo es una evidencia de la mala gestión de la administración de Joe Biden, en especial en la economía, o del empeño de la maquinaria demócrata por mantenerlo en primera línea a pesar de su evidente deterioro cognitivo, o del apoyo incondicional al genocidio en Gaza y las tímidas declaraciones de empatía que profirió la candidata Harris. La derrota demócrata es, también, una evidencia del hartazgo de buena parte de la sociedad estadounidense con el creciente deterioro de la calidad de vida y la inacción de la élite frente a este, mientras se consolida en la agenda pública lo políticamente correcto, las políticas de inclusión y el debate lingüístico.
Lo más impactante del resultado electoral es que el voto mayoritario por Trump no solo provino de todas las clases sociales, todas las etnias y todos los territorios. Lo más llamativo es que la clase trabajadora, tradicional fortín del Partido Demócrata, se haya volteado para dar su apoyo a los republicanos. En particular, los resultados del llamado “cinturón del óxido” –región cercana a los Grandes Lagos, con una gran base industrial, fuerte presencia sindical y voto duro demócrata– y de las mujeres trabajadoras, que esta vez se inclinaron por Trump, revela cómo el discurso de la inclusión se circunscribe cada vez más a círculos ilustrados, académicos y de élite, mientras el pueblo trabajador parece más preocupado por llegar a fin de mes que por la corrección del lenguaje.
Por una nueva “nueva izquierda”
De este modo, la derrota de los demócratas se suma a la larga lista de acontecimientos que marcan la decadencia de la hegemonía neoliberal. Una decadencia que, de forma preocupante, no está asumiendo el rostro de lo plebeyo y lo reivindicativo sino de un populismo reaccionario que defiende una nueva forma de estar en el mundo basada en la confrontación, el desconocimiento del otro y el olvido de las formas propias del debate político. Es allí cuando figuras como Nayib Bukele, Javier Milei o el propio Donald Trump materializan una crítica a la globalización con un discurso particularista, competitivo y violento, cada vez más atractivo para amplios sectores populares.
De una forma similar al decenio de 1920, cuando Antonio Gramsci se quejaba de que los obreros se sentían más identificados con el fascismo que con el comunismo, hoy la izquierda se lamenta del avance de la ultraderecha y la pérdida de derechos. La diferencia es que Gramsci tenía claro que la lucha ideológica no puede librarse ajena a las luchas socioeconómicas, mientras la llamada “nueva izquierda” se empeña en aplazar las reivindicaciones por la igualdad y la justicia mientras se centra en demandas identitarias que, por justas, no dejan de ser minoritarias y de élite.
La crisis del neoliberalismo y la decadencia del imperio estadounidense están adquiriendo una apariencia neofascista, en buena medida porque la nueva izquierda ha sido incapaz de ofrecer soluciones más allá del discurso de la inclusión. Es hora, pues, de que las fuerzas democráticas revisen su agenda, sus métodos y sus propósitos. Millones de personas alrededor del mundo claman por un cambio en medio de los últimos estertores de la globalización. Las luchas identitarias son necesarias pero no pueden reemplazar la vocación de la izquierda por una sociedad con más igualdad socioeconómica y más respeto por la naturaleza.
Que la brega contra el machismo, la homofobia y el racismo no nos haga perder la perspectiva.