martes, diciembre 3, 2024
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Necropoder y megaproyectos

Proyectos de infraestructura como Hidroituango, Miel I e Hidrosogamoso alteran profundamente los territorios. La violencia, los desplazamientos y la destrucción de ecosistemas son prácticas que priorizan los intereses económicos sobre la vida y el bienestar de las comunidades

Flora Zapata

En Colombia, el desarrollo de megaproyectos hidroeléctricos como Hidroituango, Miel I e Hidrosogamoso ha sido vinculado a dinámicas de necropoder, donde la presencia de grupos armados y el desplazamiento de comunidades son denunciados como mecanismos de dominio y explotación en beneficio de intereses económicos.

Estos proyectos han desencadenado desplazamientos masivos, desapariciones y la devastación de medios de vida ancestrales, revelando cómo el necropoder se manifiesta en la administración de la violencia y el despojo para controlar territorios en aras del desarrollo energético.

Qué es el necropoder

El necropoder es un término asociado con el filósofo y teórico político camerunés Achille Mbembe, que se refiere al poder sobre la muerte y el control de la vida en sociedades contemporáneas. En su teoría, Mbembe desarrolla el concepto como una extensión de la biopolítica de Michel Foucault, pero en lugar de centrarse en la gestión de la vida (como hace Foucault), el necropoder se enfoca en la administración de la muerte y la violencia.

Este tipo de poder implica el derecho de decidir quién vive y quién muere, y se manifiesta en situaciones de conflicto, guerra, genocidio y represión estatal, donde ciertos grupos o Estados ejercen un control directo sobre la vida de las personas, a menudo mediante la militarización, la represión violenta o políticas de exclusión y abandono. Mbembe explora cómo el necropoder se utiliza para someter a poblaciones completas, especialmente en contextos de colonialismo, ocupación y marginación, donde algunos cuerpos y vidas son desechables o considerados como amenazas.

Es visible en las zonas de guerra, en la ocupación militar y en los regímenes autoritarios que emplean la violencia y el miedo para controlar. También puede entenderse como una lógica que atraviesa ciertas prácticas gubernamentales en el neoliberalismo, donde la vida de algunos individuos o colectivos es vista como sacrificable en aras de intereses políticos o económicos.

Hidroituango

El paisaje montañoso de la región de Ituango alberga dolores y secretos tras las masacres que permitieron la construcción de la hidroeléctrica. Foto Wikimedia Commons

El proyecto hidroeléctrico de Hidroituango ha estado rodeado de controversias debido a su impacto en la región. Según el Centro Nacional de Memoria Histórica, entre 1982 y 2016 se registraron 62 masacres en su zona de influencia, lo que dejó un saldo de 643 personas desaparecidas, de las cuales solo 159 restos fueron exhumados por la Fiscalía.

La Comisión de la Verdad destaca dos de estas masacres: El Aro y La Granja, ocurridas en la década de 1990 y atribuidas a las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá, en un intento de control territorial. Además, el desplazamiento forzado ha sido una constante; en 1997, alrededor de 800 personas fueron desplazadas y, en 2021, justo antes de la inauguración comercial de Hidroituango, otros 4218 habitantes fueron forzados a abandonar sus tierras por amenazas de grupos armados.

Organizaciones como el Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo (CAJAR), el Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado (MOVICE) y el Movimiento Ríos Vivos han denunciado que Empresas Públicas de Medellín, EPM, ignoró las peticiones para detener el llenado del embalse, lo cual obstaculizó la búsqueda de fosas comunes y dificultó la restitución de tierras a campesinos desplazados.

Investigadoras como Lina Marín-Moreno y Marisela Montenegro sugieren que EPM se benefició de la violencia en la zona al adquirir o anexar terrenos abandonados y luego inundarlos o clasificarlos como áreas de amortiguación. EPM, sin embargo, ha invertido en mejorar su imagen pública al promover el proyecto como una fuente de “energía limpia” para la región antioqueña, según la senadora Isabel Zuleta.

Hidromiel e Hidrosogamoso

La construcción de la Hidroeléctrica Miel I, iniciada en 1998 y abierta comercialmente en 2010, se acompañó de violencia en la región de Norcasia, bajo el control del clan paramilitar de Ramón Isaza. Según el Centro Nacional de Memoria Histórica (2020), ISAGEN y Odebrecht pagaron al clan Isaza por “protección”, lo cual significaba el silenciamiento de protestas contra el proyecto mediante amenazas, desplazamientos forzados y desapariciones, una práctica que buscaba asegurar el control territorial en los municipios de Norcasia y Samaná frente a la guerrilla.

La Comisión de la Verdad documenta que los restos de las víctimas fueron arrojados al embalse y, en la vereda El Congal, el paramilitarismo forzó el desplazamiento de 300 personas, asesinó a varias y quemó edificaciones.

El proyecto Hidrosogamoso, cuya construcción comenzó en 2009 y su apertura comercial fue en 2015, convirtió el embalse Topocoro en el más grande de Colombia, abarcando más de 7000 hectáreas. ISAGEN promovió el turismo y el desarrollo sostenible en la zona, pero las expropiaciones de terrenos para el proyecto fueron denunciadas como forzosas y respaldadas por políticos condenados por parapolítica.

Además, la región fue escenario de violencia estatal, como la masacre de Llana Caliente en 1988, donde murieron cincuenta personas. La desviación del río Sogamoso provocó la extinción de especies endémicas y el desplazamiento de pescadores artesanales, afectando la vida y el sustento de las comunidades locales.

En la búsqueda de “energía limpia”, estos proyectos frecuentemente se desarrollan a costa de las comunidades que han protegido el territorio, dejando cicatrices profundas tanto en la naturaleza como en quienes la habitan.

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