Sobre la calidad indiscutible de su obra narrativa se han encargado de hacerlo los más sobresalientes críticos, ensayistas, académicos e investigadores literarios tanto de Colombia como del exterior
José Luis Díaz-Granados
Conocí a Luis Fayad a mediados de 1962 en el patio del Gimnasio Boyacá, en el barrio Palermo de Bogotá. Él cursaba quinto de bachillerato y yo tercero. En los recreos nos encontrábamos por “reflejos condicionados” los que fumábamos a escondidas del prefecto Mora y que, además de eso, hablábamos de literatura y política.
En medio del bullicio de medio millar de alumnos que tomaban refrescos gaseados, comían pasteles de guayaba y jugaban cascarita, Luis Fayad, Camilo Silva Zárate, Pedro Manuel Rincón (“Pemán R.”), César Amaya Moreno, Guillermo Roa, Álvaro Miranda, Diego Hernández Ballesteros, Arcesio y Harold Zúñiga Dishington y este cronista, nos pasábamos el cigarro “Pielroja”, agitando los dedos para esconder el humo, mientras comentábamos entusiasmados las últimas anécdotas tragicómicas del presidente conservador Guillermo León Valencia, discutíamos las teorías existencialistas de Sartre, Camus y Simone de Beauvoir, y recreábamos las más recientes películas de la “Nouvelle Vague” francesa.
El único que no musitaba palabra, pero escuchaba todo con suma atención, era Luis Fayad, “El Turco”, como le decíamos entonces. Era un muchacho delgado y ligeramente giboso, de rostro trigueño con algunas pecas, cabello negro ondulado, mirada profunda y una nariz aquilina de pura estirpe árabe. Se había dejado crecer un bigote espeso que a sus diecisiete años lo hacía parecer de mayor edad y más cuando vestía traje azul oscuro de paño, camisa blanca y un vistoso corbatín rojo de anudar, heredado de su padre.
Un café para hablar de García Márquez
Una mañana, a finales de 1963, llegué al colegio con un ejemplar de La mala hora, la novela con que el joven y desconocido Gabriel García Márquez, acababa de ganar el Premio “Esso”, y la cual obsequiaba la empresa en la recepción a las poquísimas personas que la solicitaban. Era una edición española ─Gráficas Luis Pérez, de Madrid─, bastante descuidada, pues se deshojaba con frecuencia, pero que, sin embargo, se dejaba leer.
No vacilé en comentarles a mis compañeros, con febril entusiasmo, su contenido tropical ─muy influido por Hemingway─. “Hagan de cuenta que es la dictadura de Rojas Pinilla en un pueblo”, afirmé, repitiendo lo que su autor me había dicho en 1960 en su apartamento de la calle 59, cuando la estaba terminando de escribir.
Entonces, por primera vez, el circunspecto Luis Fayad habló. “Esa novela tiene que ser buena”, dijo con absoluta convicción. Luego, con esa cortesía y timidez que desde siempre han caracterizado a este bogotano de ancestros libaneses, me llamó aparte y me invitó a tomar café a la salida del colegio, para hablar de García Márquez.
Nuestros demonios interiores
Ese fin de semana nos encontramos en la Cafetería “La Giralda”, a orillas del río Arzobispo, legendario canal bogotano. Nos confesamos nuestra adhesión absoluta al oficio literario, hablamos de los autores predilectos y, luego, Luis me reveló que desde hacía varios meses estaba escribiendo una novela. Me miró sin pestañear como si depositara en mí la más profunda revelación de su alma y enseguida yo le conté que andaba en las mismas con una narración experimental sobre los últimos días de Bolívar en Santa Marta.
La novela de Luis se titulaba El caminante y la mía Martirologio. Desde entonces, acordamos encontrarnos casi diariamente en “La Giralda” y allí nos leíamos en voz alta capítulos de las novelas. Ahí sellamos una amistad sempiterna, al tiempo que, sin proponérnoslo, nos distanciábamos del resto del mundo para consolidar una relación de siameses que durante mucho tiempo no hizo otra cosa distinta que leer los mismos autores ─especialmente Hemingway, Faulkner, Dos Passos, Capote, los Goytisolo, Cortázar, Rulfo y el propio García Márquez─, a escribir muchos cuentos y a hablar solamente de literatura, sobre las vidas de los escritores y acerca de todos nuestros demonios interiores.
Luis Fayad entendió desde su adolescencia que el oficio de escribir es como un sacerdocio religioso. Es decir, que requiere, además de la lectura, la escritura y la observación del comportamiento humano, de una entrega total. Y así lo hizo y lo ha venido practicando desde entonces con una devoción admirable.
Bajo el manto de Camilo
En marzo de 1966, cuando no había cumplido aún los veinte años, publicó su primer cuento Justo Montes en la revista Letras Nacionales, que dirigía Manuel Zapata Olivella. Luego cursó algunos semestres de Sociología en la Universidad Nacional bajo la orientación del eminente científico social Camilo Torres Restrepo, el “cura guerrillero”, y en 1968 nos sorprendió con la publicación de un libro titulado Los sonidos del fuego, colección de cuentos que obtuvo de inmediato resonante éxito en un medio en que comenzaban a emerger otros narradores talentosos como Germán Espinosa, Óscar Collazos, Héctor Sánchez, Benhur Sánchez Suárez, Fanny Buitrago, Isaías Peña Gutiérrez, Policarpo Varón, Darío Ruiz Gómez, Alberto Duque López y Roberto Burgos Cantor, entre otros.
A los 28 años, Fayad sorprendió a sus lectores con un nuevo volumen de historias cortas, Olor de lluvia, y antes de cumplir los treinta se fue para Europa con una maleta ligera, una máquina de escribir portátil y el manuscrito de una novela de ambiente bogotano que publicaría tres años después bajo el sello de Alfaguara de España y que daría mucho que hablar: Los parientes de Ester, quizás la novela bogotana más emblemática, al lado de la legendaria De sobremesa, de nuestro único poeta universal, José Asunción Silva; El día del odio, de José Antonio Osorio Lizarazo; Los elegidos, de Alfonso López Michelsen, y Sin remedio, de Antonio Caballero Holguín.
Conversaciones literarias
Sobre la calidad indiscutible de su obra narrativa se han encargado de hacerlo los más sobresalientes críticos, ensayistas, académicos e investigadores literarios tanto de Colombia como del exterior. La modestia de Luis ─que es sincera y a prueba de toda vanagloria─ y su cordial sencillez, le impiden no solamente darnos a conocer el reconocimiento que detenta, sino la vasta cultura literaria que posee, pues jamás alardea de sus méritos y glorias.
Además, ha gozado de la amistad y admiración de autores como Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Roberto Fernández Retamar, Daniel Chavarría, Sergio Ramírez, Antonio Skármeta, Plinio Apuleyo Mendoza y Homero Aridjis, entre muchos otros conocedores de la buena literatura de Nuestra América y del mundo.
Hemos recordado con alegría juvenil aquellos libros narrativos que leímos juntos en la adolescencia durante madrugadas infinitas en la cocina de su casa de Palermo, al tiempo que fumábamos cigarrillos como presos y consumíamos grandes cantidades de café negro. Y nos hemos vuelto a emocionar al reencontrar en el recuerdo aquellas alucinantes conversaciones literarias, mientras caminábamos por calles y avenidas de Chapinero, en aquellos fervorosos años 60, “cuando éramos tan pobres y tan felices”.