“Solo la palabra alcanza en su noche oscura su más espléndido fulgor”. J.G.V.
José Martínez Sánchez
Del poeta venezolano José Gregorio Vásquez – J.G.V nació en San Cristóbal en 1973. Hemos recibido su influjo como editor experimentado, igual de su creación personal mediante análisis y poemas divulgados en ciertos medios colombianos.
En su último libro “Los deshabitados” (La Castalia, 2024) José Gregorio une su voz a la de otros poetas de Latinoamérica que remueven la interioridad asolada para recordarnos que el infierno es el único cielo del poeta, más cuando la “sombra grandiosa” avanza sobre zonas astrales con su estrago impúdico de horror y descaecimiento. Alternando con Rafael José Muñoz, sin pretensión alguna de adentrarse en el universo hermético del gran guanapeño, Vásquez realiza una larga y compleja expedición por un pasado tan oscuro como el devenir de una vida sin tregua.
El revoloteo de la imaginación
Colocado en ese lugar límite donde la devastación hostiga la memoria, su poesía no es ya el espacio cerrado sobre sí mismo con su ornamentación exterior sino un corpus operado como despojo y certeza de un final impuesto por fuerzas lacerantes. La palabra, punto de vigilia posible, se oculta-revela en este rodeo donde el yo lírico ofrece tiempos y espacios negados y una “ceremonia de adiós” en condición de inferioridad ante un mundo opresivo. Con poemas numerados, licencia significativa no exenta de contención, el poeta asegura un principio vivo y activo que renueva el facsímil borgesiano del arbitrio griego: “Ya nada me es ajeno/en este lado de la derrota” (Pag. 17).
De la fuerza externa vemos la condena, el fracaso, la palabra vacía contra la vida apurada, cuando el poeta emprende su migración intensa a través de la noche nefasta. Un pormenor sobre el mito clásico se repite en las Erinias, personajes que ven en los hombres sujetos para el castigo. Es la bancarrota ética de la especie, presagiada por el revoloteo de la imaginación desde tiempos remotos.
Aquí la palabra es punción, herencia que invita a la mudez ante el ruido y la oscuridad: “Las de siempre ya no las tengo/Las que me llegan/vienen ya vacías” (Pags. 20-21). De lejos llega el eco de los años. El tiempo, entonces, es la forma segura de toda existencia o in-existencia, percepción misma del instante y el olvido Queda el recambio, encarnación homérica para vencer la ceguera entregada por el destino personal del viajero. Ni demandar la asistencia de testigos, pues ahora son ausencia, homonimia de sombras.
Y el escaldo ocupa el lugar oscuro del lenguaje. Ni la naturaleza adviene en la runa del árbol de invierno. El frío es clima que nos invade hasta el presente, temperatura única para una individualidad suspendida en agua “envenenada”. Por fin la casa, y en ella luz “envilecida” de antiguos candelabros. Estar deshabitado es habitar la privación de elementos reducidos a simples paredes por donde el cuerpo despliega su herida.
Decir “noche”, “papel”, “piedra”, “lluvia”, “estrellas”, “sol negro”, “mar”, nos apremia a caminar con ojo indagador por trayectos precarios, porque lo matérico adolece de configuración cambiaria. El encuentro con los padres demarca nominación y sospecha de una soledad compartida en otra dimensión desconocida.
“Caballero de la verde espada”
Dejamos el ambiente extrínseco de “Los deshabitados” y volvemos a la voz amarga del poeta, reiterada, agotada, sangrante. Más allá del cuerpo físico diferenciamos “el alma enferma con los días”, sensaciones hechas metáfora lumínica y desgarradora, de consuno, alterada en sentencia o imputación a un orden donde el creador, fiduciario de la palabra viscosa, nos muestra la piel averiada o los estados internos: “Deshabitado/sin palabra en la palabra/sin sangre en la comisura distante/de mi cuerpo roto” (Pag. 27).
Allí donde la infancia es “vago sonido” y el ahora se lleva “todo lo heredado”, la mirada solitaria tantea los secretos comparativos, el andar involuntario por la subjetividad infringida cada segundo desde indistinta orilla de la contemplación perturbada. Ese rastro fraccionado se expone en un fragmento precedente, pleno de optimismo, escrito para reivindicar la memoria prístina: “Aunque nada logre/caminaré el abismo y la noche/atravesando incansable/el río más antiguo” (Pag. 14).
Sigue el discurrir por la multiplicidad de voces, medianamente tangible para nombrar lo inconmensurable, finalmente instituido sobre la voluntad del ser que nada puede esperar de los dioses ni de los dioses de éstos, y menos de la imagen mítica concentrada en el espejo de los sueños. Con esto se confirma el derrotero intimista hacia la condena como legado excepcional para ocupar el lado más prieto de la sombra.
En este cuerpo lírico José Gregorio Vasquez, “Caballero de la verde espada” (confiado a un Galaor sanguíneo emplazado a la lectura), escribe para “los deshabitados que caminan hacia su íntimo instante para regresar”, nos dijo alguna vez desde la lejanía de Mérida, la ciudad originaria de sus versos.