La propuesta de Silvia Federici desmanteló la idea del hogar como refugio y reveló que la economía empieza en la cocina, en el cuidado, en los cuerpos que sostienen el mundo sin salario ni reconocimiento
Anna Margoliner
@marxoliner
Hubo un momento, en los años setenta, en que algunas mujeres dejaron de hablar de amor y empezaron a hablar de trabajo. Silvia Federici, filósofa y militante italo-estadounidense, fue una de ellas. Mientras el capitalismo industrial se tambaleaba entre crisis y huelgas, ella y otras feministas comenzaron a mirar hacia el interior de los hogares: allí, en lo invisible, se encontraba una de las mayores fuentes de explotación del sistema.
Su manifiesto “Salario para el trabajo doméstico” (1975) no pedía solo dinero; exigía una revolución en la forma de entender la economía, la familia y la propia idea de libertad.
Cuando el capital entró al hogar
La década de 1970 fue un tiempo de efervescencia y de agotamiento. En Europa y América Latina, los movimientos sociales de los años sesenta habían abierto grietas en el orden tradicional, pero el capitalismo global respondía con una reestructuración profunda. La crisis del petróleo, el desempleo y la transición hacia el neoliberalismo empezaban a redefinir las relaciones entre Estado, trabajo y sociedad.
En este escenario, el feminismo de la segunda ola emergía como una fuerza transformadora. Las mujeres se tomaban las calles y las universidades para exigir igualdad laboral, derecho al aborto, libertad sexual y acceso a la educación. Sin embargo, dentro del mismo movimiento se gestaba una discusión crucial: ¿bastaba con integrarse al mundo del trabajo asalariado, o era necesario cuestionar las bases mismas de la producción capitalista?
Federici formó parte de ese segundo frente. Junto con Mariarosa Dalla Costa, Selma James y otras militantes de la corriente conocida como el feminismo autónomo marxista, comenzó a mirar el hogar con otros ojos. En vez de verlo como un espacio privado o natural, lo analizaron como una institución económica donde se reproducía la fuerza de trabajo indispensable para el capital. Las tareas de cocinar, limpiar, criar o cuidar no eran simples actos de amor, sino trabajo no remunerado que garantizaba la supervivencia del sistema.
La campaña “Wages for Housework” —nacida en Italia y expandida luego a Inglaterra, Estados Unidos y América Latina— propuso hacer visible ese trabajo y exigir su remuneración. Fue una estrategia provocadora que sacudió tanto al feminismo liberal como al marxismo ortodoxo. Las feministas del salario decían que no querían “entrar al trabajo”, porque ya estaban trabajando: todo el tiempo, sin salario y sin derechos.
Este contexto histórico marca el punto en que la economía dejó de ser un asunto exclusivamente masculino. La mirada feminista comenzó a introducir la noción de trabajo reproductivo, un concepto que revolucionaría la teoría social y abriría el camino a debates contemporáneos sobre los cuidados, la precarización y la economía feminista.
La economía del afecto
Federici desmontó una de las ficciones más persistentes del capitalismo: que solo el trabajo asalariado produce valor. En su lectura marxista del hogar, lo doméstico no es una esfera separada, sino la base misma sobre la que descansa la producción de mercancías. El capital, dice Federici, “nunca ha dejado de depender del trabajo no pagado de las mujeres”.
Su propuesta de un salario para el trabajo doméstico no era simplemente una demanda económica, sino una herramienta política para visibilizar la explotación oculta bajo la ideología del amor y la vocación maternal. Al exigir un salario, las mujeres desafiaban el mito de la “entrega natural” y cuestionaban la supuesta neutralidad del trabajo reproductivo.
La autora advierte que mientras este trabajo siga siendo invisible, las mujeres continuarán siendo la reserva silenciosa del capital. De ahí su crítica a ciertos feminismos liberales que buscaban únicamente la igualdad dentro del sistema sin transformarlo. Federici no quería una cuota en la fábrica; quería cambiar la fábrica entera.
Una vida entre la teoría y la calle
Silvia Federici nació en Parma, Italia, en 1942, y emigró a Estados Unidos en los años sesenta, donde se vinculó a los movimientos estudiantiles y feministas. Profesora, ensayista y activista incansable, ha dedicado su vida a conectar las luchas de las mujeres con las luchas anticapitalistas y decoloniales.
En los años ochenta trabajó en Nigeria, donde amplió su análisis hacia las economías del Sur global y la violencia del neoliberalismo sobre los cuerpos femeninos. Esa experiencia dio origen a otra de sus obras clave, Calibán y la bruja (2004), en la que reconstruye el vínculo histórico entre la caza de brujas y la acumulación capitalista.
¿Para cuándo la remuneración?
Cincuenta años después, la consigna “salario para el trabajo doméstico” sigue siendo una de las provocaciones más poderosas del feminismo marxista. No porque todas las mujeres quieran ser pagadas por limpiar o cuidar, sino porque Federici nos obligó a mirar de frente la raíz del problema: que el sistema necesita nuestra energía vital, emocional y física para sostenerse, sin retribuirla.
En tiempos en que la economía del cuidado vuelve al centro del debate global, las palabras de Federici resuenan con una fuerza renovada. Lo que alguna vez fue visto como una demanda utópica, hoy se revela como una verdad estructural: sin las mujeres, el capital no funciona. Y reconocerlo es el primer paso para subvertirlo.







