Los indicadores analizados provocan optimismo. Pero los logros de la coyuntura no deben hacernos perder de vista la perentoria necesidad de tomar medidas de fondo que modifiquen la estructura económica
Carlos Fernández
En varias ocasiones, las páginas de VOZ han recogido nuestros planteamientos sobre la necesaria transición energética que deben recorrer el país y el mundo si queremos que la vida continúe en el planeta. Pero no es éste tema que se despache en dos o tres artículos. Por eso queremos retomarlo, dada su trascendencia y teniendo en cuenta los pronunciamientos sobre política energética que se vienen haciendo desde diversos ángulos de la opinión nacional.
La transición es obligatoria
Sobre la necesidad de la transición, nadie plantea dudas, ni en el nivel nacional ni en el internacional. Para todo el mundo, hay que pasar de la energía basada en combustibles fósiles a la producción de energías limpias, basadas en el agua, el sol, el viento, las mareas, etc., es decir, en las denominadas fuentes renovables. El problema es el cómo y el cuándo. Y ahí es donde se empiezan a complicar las cosas.
El Pacto Histórico, ya como gobierno, tomó la decisión de adelantar la necesaria transformación energética mediante la suspensión de la concesión de contratos de exploración petrolera y carbonífera y elevando los precios de la gasolina para eliminar el enorme déficit heredado a causa del subsidio al consumo de combustibles, dando a entender que la cosa iba en serio.
Pero resulta que el petróleo y el carbón son claves en la balanza de pagos y en los ingresos fiscales del país. Entre 1992 y 2022, estos dos combustibles y los derivados del petróleo representaron el 55% de las exportaciones colombianas. Entre 1996 y 2022, el 37% de la inversión extranjera directa se orientó hacia el sector minero y de hidrocarburos y en los últimos 20 años, la extracción, el procesamiento y las ventas externas de petróleo han generado el 10% de los ingresos del presupuesto del gobierno central.
O sea que estamos ante el dilema de decidir cómo contribuimos a la disminución del calentamiento global en el largo plazo, a partir de ahora, mientras se hace la necesaria transición hacia fuentes no convencionales y renovables de energía, o sea, se descarboniza la economía, objetivo planteado a nivel mundial en diversas instancias de debate y decisión política sobre cómo enfrentar el cambio climático.
Los términos de la discusión
A raíz de la publicación del informe de la Agencia Nacional de Hidrocarburos sobre reservas de petróleo y gas -que dio cuenta de una disminución importante en las reservas de gas, las cuales pasaron de 3,2 a 2,8 terapiés cúbicos entre 2021 y 2022, o sea que se dispone de reservas para 7,2 años- se desató una polémica acerca de la política energética del Gobierno nacional.
El exministro Mauricio Cárdenas, por ejemplo, declaró, en artículo publicado en El Tiempo del 27 de mayo, que “el Gobierno debe pensar menos en el fin del mundo y más en el fin del mes. No es admisible que la gente vaya a pasar hambre por falta de gas”. Por su parte, el exministro José Antonio Ocampo, en el mismo medio de comunicación del 4 de junio señala, equivocadamente, que el informe “mostró una reducción de la vida útil de las reservas de ambos hidrocarburos” (en realidad, las reservas de petróleo aumentaron levemente) e insinúa que el Gobierno no tiene una política concreta de transición energética. Apela, además, al argumento de que el aporte de la economía del país a la contaminación ambiental y al cambio climático del planeta es mínimo y que, más bien, la política debería enfocarse hacia la lucha contra la deforestación, que genera mayor impacto ambiental.
El debate se avivó, por otra parte, a raíz de las declaraciones del ministro de Hacienda Ricardo Bonilla, cuando dijo que no le preocupaba que las reservas de gas alcanzaran tan sólo para 7,2 años pues eso era lo que venía oyendo desde hace mucho tiempo.
A este hecho, vino a juntarse la suspensión indefinida del proyecto de generación de energía eólica Windpeshi, de la transnacional italiana ENEL, en La Guajira, por las múltiples trabas que, según la empresa y sus voceros políticos del departamento y del país, representa la consulta previa con las comunidades, en este caso, con los indígenas wayúu.
En este debate, importan tanto las declaraciones hechas como lo no dicho por los participantes en él.
Lo que hay detrás de la polémica
En realidad, lo que se esconde detrás de los distintos pronunciamientos, es, según los casos, el temor de que se dañen importantes negocios de las transnacionales que operan en el sector energético o la preocupación sincera de que las medidas para llevar a cabo la transición afecten los ingresos por exportaciones o fiscales que generan los hidrocarburos y no se pueda financiar la propia transición.
En el primer caso, cabe señalar que el tema de la transición energética no es nuevo. Desde el gobierno de Santos y, con mayor fuerza, en el de Duque, se viene planteando la necesidad de que el país transite por la senda de la transformación de las fuentes energéticas, al punto que el país adquirió compromisos concretos en materia de descarbonización para el año 2030 y el Conpes expidió un documento de política sobre transición energética que sigue vigente.
También se adjudicaron diversos proyectos de energía eólica que tienen diversos grados de avance, entre los cuales está el suspendido por ENEL, empresa que mantiene otros tres proyectos en el mismo departamento de La Guajira. El actual gobierno ha tomado medidas puntuales respecto al precio de la gasolina y ha expedido tan sólo un documento de metodología para explicar la hoja de ruta de lo que denomina la Transición Energética Justa, TEJ, la cual se sustenta en cuatro principios, a saber: 1. Equidad y democratización; 2. Gradualidad, soberanía y confiabilidad; 3. Participación social vinculante, y 4. Aplicación intensiva del conocimiento.
A decir verdad, el Gobierno ha avanzado más de lo que plantean los analistas, pero es cierto que falta concretar más la política. Lo planteado y ejecutado hasta ahora no basta para decir que se cuenta con una política concreta de lucha contra el cambio climático. Son muchos los callos que habrá que pisar y, también, será necesario que las medidas que se tomen no tengan efectos contraproducentes.
Sobre esto, cabe señalar, por ejemplo, que la construcción de pequeñas centrales hidroeléctricas que se ha adelantado de tiempo atrás en el Oriente antioqueño ha significado la revictimización de poblaciones desplazadas, principalmente por los paramilitares y que, al regresar o reclamar las tierras que les pertenecían, encontraron que se le había dado prioridad a la construcción de tales centrales eléctricas sobre su derecho a la reparación.
El asunto es de responsabilidad
Estamos, pues, ante una situación en la que se debe tener una actitud responsable frente a la coyuntura y frente a los efectos de la política energética en el largo plazo. Ya se ha ganado la conciencia de que hay que cambiar el modelo, no sólo desde el punto de vista de las fuentes energéticas sino, principalmente, desde la perspectiva de la participación comunitaria en el proceso. Sólo este cambio amerita aplausos. Pero hay que complementarlo con un planteamiento más específico de la política y unas acciones coordinadas para implementarla.
Subsiste mucha incertidumbre y el plazo para el cumplimiento de los compromisos de descarbonización -aunque hayan sido asumidos por otro gobierno- se acerca. Hay que enmarcar la controversia coyuntural en un marco coherente de política global. Y bajar los planteamientos hasta el grueso de la población para que ella se los apropie, los defienda y participe en su ejecución.