Juan Sebastián Sabogal Parra (*)
La educación, en la sociedad capitalista, representa la posibilidad de aumentar el capital a partir de una dinámica en la que el conocimiento legalmente constituido genera estatus, frente a cualquier otro saber adquirido en el transcurso de la vida. Así, desde la más tierna infancia, se enseña que ciertos conocimientos otorgan un poder y unos beneficios individuales, que permiten surgir y hacer eso que se llama popularmente “salir adelante”. Esta idea de educación no cuenta con la disparidad existente entre aquellos que tienen todas las posibilidades económicas de pagar cualquier tipo de educación, frente a la población con mayores necesidades que accede únicamente a una educación pública que requiere ser transformada con urgencia.
En dicho sentido, la educación logra venderse socialmente como una suerte de panacea que teóricamente acorta la distancia entre los más ricos y los más pobres, puesto que, tal como lo manifiesta el Ministerio de Educación Nacional, MEN, en su modelo curricular de estándares, lineamientos y derechos básicos de aprendizaje, todos los estudiantes del país aprenden lo mismo y fortalecen las mismas competencias.
Sin embargo, dicho proceso no tiene en cuenta las posibilidades curriculares que tienen ciertas instituciones de los sectores más poderosos, en donde además de ejecutar el currículo nacional, se integran currículos internacionales que permiten una mirada global de la realidad y ofrece no sólo la posibilidad de desarrollar con mayor profundidad ciertas competencias, también permite la obtención de una serie de titulaciones que facilitan el ingreso a una educación superior de calidad en cualquier parte del mundo.
Esta disparidad entre las clases sociales más adineradas y aquellas que dependen de lo público, genera per se, una forma absolutamente desigual de ingresar al sistema capitalista; por un lado se encuentran las instituciones educativas más reconocidas del país, aquellas que dan los mejores resultados en pruebas estandarizadas nacionales e internacionales, mientras que la educación pública cada vez se desliga más de ese mundo global para centrarse en las necesidades inmediatas del estudiante, quien a su vez, tiene que enfrentarse a todas las dificultades pensables de la sociedad, violencia intrafamiliar, consumo de sustancias psicoactivas, fragmentación familiar, trabajo infantil, violencia sexual, entre otras.
Así, esa idea teórica de acortar las distancias entre las clases sociales se transforma en una mera abstracción, puesto que la realidad es mucho más cruda e implica mayores dificultades para aquellos que buscan emerger en medio de tantas adversidades; ya que por un lado se encuentra una educación de alta calidad y exigencia, que igualmente violenta en muchos sentidos a los niños, frente a la educación pública que parece centrarse en resolver algunas necesidades materiales del niño, como lo es la alimentación y la construcción de un espacio seguro de integración con otros, dejando de lado el componente académico, elemento que puede ser observado en los resultados que arroja el Instituto Colombiano para el Fomento y Evaluación de la Educación Superior, ICFES, en donde las instituciones públicas obtienen los más bajos puntajes.
Ahora bien, las dificultades del 39,3%[1] de la población colombiana son las mismas dificultades que la escuela tiene a la hora de intentar ejecutar un proyecto educativo, proyecto que no puede enfrentarse solo a todas las necesidades y todos los procesos que los estudiantes requieren. De hecho, para muchos estudiantes la escuela es únicamente un espacio en donde pueden alimentarse, dejando de lado este como espacio de formación o transmisión de un componente cultural, actitud que se reproduce a partir de las necesidades que ellos tienen que enfrentar cuando están fuera de la escuela, pues sus familias no cuentan con los mínimos recursos para poder sostener con holgura aquello que en otras clases sociales es lo “normal” o lo “básico”.
De esta manera, generar cualquier tipo de transformación en busca de un acortamiento entre la educación privada y la educación pública, implica acortar la distancia entre las clases sociales más adineradas y aquellas que han sido explotadas durante años, lo que requiere una atención integral a los sectores de la población que no cuentan con el más mínimo bienestar. Así, no sólo es posible centrar la mirada en elementos curriculares o en las necesidades al interior de la escuela, lo fundamental está fuera de ella y se sale de las manos de docentes y directivos que requieren constante colaboración en pro del fortalecimiento de las redes de apoyo de sus estudiantes. Con hambre no es posible estudiar, pero tampoco lo es sin una base familiar fuerte, sin seguridad social y sin una estabilidad laboral en las familias del estudiantado.
La sociedad contemporánea requiere el desarrollo de toda una serie de habilidades que implican una formación muy bien estructurada desde la infancia, así mismo, el sistema capitalista espera que sólo una cierta porción de la población logre desarrollar dichas habilidades para asegurar el statu quo, lo cual se logra evidentemente en el sistema educativo colombiano, sólo habría que observar los establecimientos educativos de los que provienen la mayor parte de los estudiantes que ingresan a universidades como la Universidad Nacional de Colombia, pues son cada vez más egresados de instituciones privadas, mientras que los egresados de los colegios públicos se distancian de la educación superior profesional para centrar la mirada en la formación técnica y tecnológica.
Dicho todo lo anterior, un cambio es necesario, la desigualdad no puede continuar siendo el statu quo que determina que sector de la población debe continuar con privilegios y cual debe desaparecer en medio de las dificultades, en el futuro, una reforma curricular debe pensarse como una integración real y un equilibrio entre los procesos que generan las instituciones privadas y las públicas en busca de acortar de manera real y efectiva la distancia entre las clases sociales.
Es necesaria una modificación integral tanto de las dinámicas establecidas en escuelas y universidades como de aquellas instituciones que requieren los estudiantes para su buen desarrollo emocional y académico. Ese cambio, debe dar la posibilidad de un reconocimiento mutuo de toda la sociedad y una generación de conciencia de aquellas dinámicas que han ido estableciendo un sistema social y educativo en el que los pobres tienen un techo de cristal muy bajo, mientras los ricos continúan acumulando riqueza sin parar.
En definitiva, tal como lo planteó Paulo Freire, la educación debe ser un proceso en el que no sólo se aprenda a leer y escribir de manera mecánica, debe posibilitar la transformación de la realidad y dicha realidad sólo cambiará en la medida en que todos y todas tengan la posibilidad de apoyar y alimentar los procesos formativos y se generen intervenciones integrales alrededor de los niños, niñas y adolescentes que merecen tener todas las oportunidades para construir un buen vivir.
(*) Miembro del Colectivo de Maestros Leonardo Posada – William Agudelo
[1] Pobreza monetaria en Colombia 2021 según el DANE.