Mientras la banca internacional y los empresarios muestran preocupación por el cambio climático, analistas económicos como Daniela Gabor, de Gran Bretaña, consideran que “no podemos depender de la financiación privada para sacarnos de una crisis climática a la que ella ha contribuido sistemáticamente»
Carlos Fernández
Apenas esta semana se logró la conciliación del texto de la reforma tributaria aprobada por el Congreso de Colombia. En los aspectos relacionados con la elevación de la imposición a la industria petrolera y el carbón, se logró el establecimiento de una sobretasa llamada de bonanza entre 0% y 15% al impuesto de renta de las empresas petroleras y entre 0% y 10% al impuesto de renta de las empresas dedicadas a la extracción de carbón, cuando el precio promedio internacional durante los últimos 120 meses en el caso del petróleo, referencia Brent, y del carbón, referencia API 2, supere ciertos niveles establecidos en el texto de la ley.
Se aprobó, además, que el pago de regalías en ambas industrias no sería deducible del impuesto a la renta, lo que sí se podía hacer hasta ahora. Los empresarios de la industria de combustibles fósiles y el conjunto de técnicos a su servicio discutieron a más no poder para evitar estas dos medidas. Su principal argumento era que, con ellas más la retención del 10% de los dividendos, la tasa efectiva de tributación se elevaría a más del 70%, lo que haría inviable la actividad de ambas industrias.
El ministro de Hacienda salió al quite ante esa argumentación y, en documento aclaratorio, señaló que, si bien la tasa efectiva de tributación subía por efecto de las nuevas medidas, el máximo era de 56% en el caso del petróleo y de 63%, en el del carbón. Y añadía que estos impuestos son deducibles en la mayoría de jurisdicciones a los que se giran los dividendos, lo que, además, generaba un incentivo para la reinversión de las utilidades.
Lo cierto es que las medidas aprobadas van en la vía de luchar, a un nivel aún muy bajo de esfuerzo, por la descarbonización de la actividad económica, empezando por la propia industria de los combustibles fósiles, como está consignado en el programa del Pacto Histórico.
Entre tanto, transcurría la COP 27
La reunión en Sharm-el-Sheij, Egipto, de la vigésima séptima conferencia (COP 27) de los países que hacen parte de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático (CMNUCC) terminó este domingo 20 de noviembre con una declaración importante, pero de la que no se espera que cambie las condiciones de la lucha que se viene librando contra este flagelo. Al menos, no en lo que tiene que ver con la actitud de los países con más responsabilidad frente al problema.
Lo más destacable es que se reconoció la necesidad de crear un fondo para financiar la reparación de pérdidas y daños que sufren los países más vulnerables del planeta, afectaciones ocasionadas por los fenómenos naturales asociados al cambio climático. Como señaló la directora del Fondo Monetario Internacional (FMI), en un informe a la COP 27 previo a la decisión de crear este fondo, en relación con el objetivo de lograr emisiones netas de gases de efecto invernadero iguales a cero, la buena noticia es que 140 países, que representan el 91% de tales emisiones en el mundo, se han fijado como meta llegar al nivel de cero emisiones alrededor del año 2050. La mala noticia, según la directora del FMI, Kristalina Gueorguieva, «es que la retórica de las emisiones netas (equivalentes) a cero no iguala la realidad».
Petro en la COP 27
Coherente con el Programa del Pacto Histórico, el presidente Petro expuso, en la COP 27, a la que le recriminó la inoperancia general de estos encuentros, un decálogo conformado por principios que, en su opinión, deben regir la acción mundial contra el cambio climático. El decálogo es perentorio: la humanidad tiene que comprometerse toda en esta lucha si quiere sobrevivir.
Y este compromiso implica poner la política por encima de la tecnocracia, la planificación pública de la descarbonización en cabeza de las Naciones Unidas y no de ningún gobierno, empresa o grupos de países o de empresas privadas, sacar del mercado la responsabilidad de la lucha contra el cambio climático, dejar de consumir hidrocarburos, que la banca privada deje de financiar proyectos que fomenten la explotación de los combustibles fósiles y otras.
Pero nada de esto está en la mente de los opositores a la elevación de las tarifas de impuesto para las empresas carboníferas y extractoras de petróleo aprobada en la reforma tributaria. Aún hoy, tales empresas, si bien no amenazan ya con irse del país o suspender inversiones, sí anuncian disminuciones en sus programas de inversión porque se están moviendo «en un escenario de incertidumbre».
Coyuntura versus largo plazo
Como se puede apreciar, los dos eventos reflejan las premuras de la coyuntura económica -en la medida en que la elevación de la tributación de las empresas que explotan los combustibles fósiles busca disminuir sus ganancias y tiende a suprimir, en un plazo indeterminado, su actividad- y las urgencias del mediano plazo, relacionadas con la preservación de la vida en el planeta.
Tamaño dilema. Y es que apuntar a la conservación de la existencia de la humanidad choca con la disponibilidad de los medios para conseguirlo. Asombra que entidades internacionales como el FMI, el Banco Mundial y otras, así como organizaciones empresariales que, hasta hace poco, defendían la prevalencia de los mecanismos de mercado como solución a los problemas que tienen que ver con la conservación de la especie humana, ahora planteen la urgencia de salvar la vida por encima de las ganancias coyunturales de los negocios.
Pero, mientras los organismos mencionados y los empresarios que muestran algún nivel de preocupación por el asunto siguen considerando que es el mercado el que debe dar las soluciones adecuadas al problema del cambio climático, analistas económicos que hacen seguimiento al mismo, como Daniela Gabor, de Gran Bretaña, consideran que «no podemos depender de la financiación privada para sacarnos de una crisis climática a la que ella ha contribuido sistemáticamente. Tenemos que desempoderar a los financieros del carbono y lo haremos haciendo que el estado democrático, no los inversionistas, lidere el camino a seguir».
Estamos, pues, ante una disyuntiva que, no necesariamente, se resuelve de un lado o de otro. De nada sirve que los Estados y los grandes capitales transnacionales se comprometan a financiar la descarbonización si todo se queda en promesas. Pero la acción de los gobiernos está mediatizada por su dependencia respecto a los grandes capitales. De ahí que el pronunciamiento de Petro en el sentido de que «es la hora de la movilización de la humanidad toda» sea pertinente. O sea que el problema es político: o la humanidad toda se moviliza -«con o sin permiso de los gobiernos»- o se extingue.
La coyuntura en Colombia
Luego de un período que podemos considerar breve, en el que la burguesía colombiana intentó un proceso de industrialización, esa misma burguesía unió su destino al del capital financiero nacional y transnacional y desmontó, en gran parte, lo que había de industria nacional. Como resultado, quedó un modelo económico extractivista, que no genera mayor valor y, por tanto, que no es garantía de creación de riqueza. Tenemos un Estado que depende, para la obtención de divisas, en gran medida, de la exportación de petróleo y carbón y, para financiarse, de las regalías, los impuestos y, en el caso de Ecopetrol, de las utilidades de esta empresa.
Esta situación es la que ha llevado a algunos observadores a preguntarse cómo es posible que al gobierno de Petro se le ocurra hablar de acabar con los contratos de exploración y explotación de combustibles fósiles. Algunas declaraciones de la ministra de Minas y Energía en este sentido, hechas al calor de la victoria del Pacto Histórico en las elecciones, sirvieron de pretexto para que tales mentes bien pensantes pusieran el grito en el cielo ante la perspectiva de que se fuera a acabar con la producción petrolera y carbonífera, en una coyuntura de recesión mundial como la actual.
Poco después, el ministro de Hacienda y el propio Petro enderezaron las cargas pues es evidente que, aunque el planteamiento en los foros internacionales del jefe de Estado es que hay que acabar con la utilización del petróleo y del carbón, en Colombia hay que financiar y montar la infraestructura industrial y agropecuaria que permita sustituir las divisas y los recursos fiscales que proveen esos dos productos del subsuelo.
No faltan tampoco los que argumentan que Colombia no debería meterse en empresas de tal magnitud respecto a la disminución de la emisión de gases de efecto invernadero pues su contribución a la misma, en el nivel mundial, no alcanza al 1%. Además, se señala que la matriz energética del país es fundamentalmente hidroeléctrica y que, por tanto, no es tan urgente la transición energética.
Siendo ciertos estos argumentos, también es cierto que el país es uno de los más expuestos a los efectos nocivos del cambio climático, ya que los gases de efecto invernadero no respetan fronteras y sus costas en dos mares lo hacen vulnerable, en el primer caso, a las emisiones de otros países y, en el segundo, a la elevación del nivel del mar provocado por el deshielo del Ártico y del Antártico y su impacto sobre las poblaciones costeras.
De ahí que sea urgente que asuma algún tipo de liderazgo regional y -¿por qué no?- mundial en la lucha contra el cambio climático, mucho más si se tiene en cuenta que el 8% de la Amazonía le corresponde al país y es necesario protegerla de la deforestación en aras del beneficio del propio país y del conjunto de la región y del mundo.
Vistas las cosas desde esta perspectiva, ¿se justifica el aumento en las tasas de tributación de las empresas petroleras y carboníferas, aun antes de iniciar los programas de reindustrialización y de agro-industrialización prometidos? La transición energética no da espera.