miércoles, octubre 15, 2025
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Somos distintos, parecidos y nacionales

Es una pregunta difícil de responder, sobre todo, si quien la formula se atiene a que no depende de una definición formal o de un reconocimiento constitucional

Fernando Iriarte

Algunos piensan que sí puesto que tenemos una bandera, un escudo y un himno propios, así como un nombre y un territorio definidos, además de que las gentes de otros países identifican quiénes somos. En realidad no. No es tan sencillo, aunque pareciera bastar que la Constitución nos haya definido como multiétnicos y pluriculturales, en medio de un proceso de creación, por etapas, de la nacionalidad.

Estado nación

Llevamos dos siglos diciendo que somos no más que un país “de regiones” y nos parece suficiente. Sin embargo, pocos quedan satisfechos. “SÏ, pero…” dicen y el asunto sigue dando vueltas en su cabeza.

No existe en parte alguna un Estado-nación en sentido estricto, es decir, un Estado con una sola nacionalidad. Japón, argumentan, pero allí conviven los Ainu y los Ryukyu de Okynawa. Corea, quizá, pero en la zona norte, limítrofe con China, hay Manchúes. Tal vez Islandia, pero desde antaño han vivido varios idiomas y no se compartían las mismas costumbres.

En la antigüedad, a su vez, se forjaron imperios integrados por numerosos pueblos bajo la dirección de uno que se hacía predominante. Aún más atrás, lo que había eran pueblos separados, con culturas e idiomas distintos, formados por clanes, tribus o federaciones tribales que no eran propiamente estados.

En su afán “nacional”, los franceses a partir de la Revolución de 1789, decidieron que todos sus nacionales eran simplemente ciudadanos, organizados geográfica y administrativamente en departamentos, y que no importaba otro tipo de división. Pero era una ficción dentro, siguieron existiendo los vascos, los corsos, los alsacianos, fronterizos con Alemania y toda la gente del sur, con sus notorias diferencias de idiomas y costumbres.

Colombia, pluralidad étnica

Por razones semejantes, a partir de 1886 en Colombia también decidimos que todos los nacionales éramos colombianos, divididos solo por departamentos. Y así llegamos hasta hoy.

Sin embargo, debimos reconocer en 1991 que teníamos varias etnias y una pluralidad de culturas, aunque todos nos entendemos en lengua castellana (con diferencias regionales) y compartimos mucho de nuestra manera de ser.

Con alguna ligereza, creímos resuelto el problema de este modo. Lo cual significaría que somos una sola nacionalidad. Las pruebas: un documento de identidad unificado y procedimientos de nacionalización para extranjeros que así lo soliciten. Entendiendo, claro, que se trata meramente de la nacionalidad legal. ¿Pero en verdad, somos una sola nacionalidad? No lo parece. Somos distintos y a veces lo suficiente para no parecernos entre nosotros.

Podemos mencionar: bogotanos, cundi-boyacenses, paisas, santandereanos, opita-tolimenses, costeños, llaneros, caucanos, nariñenses, vallecaucanos, raizales de San Andrés y Providencia, chocoanos y de la costa pacífica junto a más de sesenta etnias indígenas. De otra parte, hablamos castellano, inglés criollo isleño, una lengua africana en el palenque de San Basilio, rumi o gitano en barrios de varias ciudades y pueblos y, otra vez, numerosas lenguas indígenas. También nos diferenciamos notoriamente por la música y las costumbres gastronómicas y culturales.

¿Es esto un problema? En cierto sentido sí: haber tomado la opción de gobernar desde Bogotá como república unitaria para superar las diferencias, dio origen al aberrante centralismo que todavía sufrimos; nuestra división administrativa a menudo no tiene en cuenta las culturas internas que quedan por fuera o son integradas donde no debe ser, lo que sigue implicando la necesidad de un reordenamiento territorial.

Hemos utilizado las diferencias para fortalecer deliberadamente el “caciquismo” político que, entre otros efectos, facilita trasladar votaciones entre territorios semejantes pero de diferente jurisdicción. Para mencionar lo más notorio. No obstante, son más las ventajas que ello crea, las cuales sobrepasan con creces las dificultades.

De manera poco consistente, a políticos y estudiosos, y hasta a gente común, los suele embargar una intención identificadora que pretende “superar” esta circunstancia sociológica e histórica, como si se tratara de una necesidad o de una tarea por emprender.

Nuestro proyecto de país

Son por lo menos curiosos algunos de sus argumentos: nuestro pabellón no nos identifica con exclusividad: compartimos la misma bandera, con pequeñas diferencias, con Venezuela y Ecuador, desde la época cuando éramos un mismo Estado, precisamente llamado Colombia. Nuestro escudo incluye a Panamá, que ya no está integrada con nosotros, como recuerdo de los tiempos cuando el istmo era un departamento colombiano.

Nuestras fronteras han sido cambiantes, sobre todo con Venezuela, a la que durante años perteneció la Alta Guajira. En tiempos coloniales las ciudades históricas de la zona andina venezolana -culturalmente más cercanas a nosotros que al vecino país- fueron fundadas desde Pamplona, que es ciudad de Colombia.

Ciertos autores, por último, utilizan una expresión que suena felizmente programática y en efecto atrae: “proyecto de país”. Si por país entendemos el Estado, no hay que hacer más: ya lo tenemos. Ahora, si entendemos por ello la identidad nacional, esta no se forma por decisiones políticas, obligadamente es el resultado de un proceso social.

Nuestra división administrativa a menudo no tiene en cuenta las culturas internas que quedan por fuera o son integradas donde no debe ser, lo que sigue implicando la necesidad de un reordenamiento territorial.

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