domingo, diciembre 7, 2025
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Rosalía y la nueva estética de la fe

El nuevo álbum LUX abre un espacio donde la espiritualidad femenina convive con la sofisticación sonora. Mientras los valores tradicionales vuelven a seducir a la juventud global, surge la pregunta: ¿Rosalía refleja esta ola o la impulsa?

Anna Margoliner
@marxoliner

Con LUX, Rosalía vuelve a desafiar las expectativas, no solo musicales sino estéticas y simbólicas. Si MOTOMAMI había sido un manifiesto corporal y experimental, LUX abre otra puerta: la de una espiritualidad que se siente íntima, femenina y profundamente contemporánea.

No hay aquí una nostalgia por la fe de antaño ni un retorno ingenuo al catolicismo de iconografía dorada. Lo que aparece es una sensibilidad marcada por mujeres que históricamente encontraron en lo sagrado un lugar para decir lo indecible: místicas medievales, monjas visionarias, curanderas, rezanderas, madres que sostienen lo que la política deja caer.

Rosalía bebe de esas tradiciones sin imitarlas. En sus letras, la espiritualidad no es resignación sino búsqueda; no es castigo sino deseo de sentido. Las voces procesadas, los silencios que se vuelven textura y los arreglos corales que evocan liturgias desacralizadas hacen del álbum un espacio donde lo espiritual se convierte en creatividad radical. Para muchas mujeres, especialmente jóvenes, este gesto resuena: no como un llamado a la obediencia, sino como un recordatorio de que lo espiritual también puede ser terreno de autonomía.

Entre el tedio contemporáneo y la promesa de orden

La salida de LUX coincide con un fenómeno que desconcierta a sociólogos y periodistas culturales: el retorno de los valores “tradicionales” como moda juvenil. En TikTok crecen estéticas como el “vanilla girl”, el “clean living”, el “cottagecore”, el “tradwife-lite”. No se trata exactamente de conservadurismo ideológico, sino de una paleta emocional que ofrece calma, estabilidad, estructura y propósito en un mundo saturado de incertidumbre.

La precariedad laboral, la crisis climática, el desgaste político y la hiperproductividad han producido una generación agotada que encuentra en las imágenes de orden —hogares cálidos, rutinas disciplinadas, rituales espirituales— una especie de refugio estético. En ese paisaje, no sorprende que un álbum que dialoga con la espiritualidad encuentre tanta recepción. La juventud no está abrazando necesariamente las instituciones religiosas tradicionales, pero sí explora versiones suavizadas de espiritualidad que prometen sentido sin exigir dogma

LUX como espejo y como motor

Es tentador decir que Rosalía “sigue la tendencia”, pero eso sería simplificar. LUX no es un producto formulado a partir de algoritmos ni un cálculo de mercado. Sin embargo, se inscribe en una atmósfera donde lo sagrado resurge como lenguaje estético. Lo interesante es cómo la artista transforma esa atmósfera.

Rosalía capta símbolos que ya circulan —velas, oraciones, visiones, letanías— y los reconfigura desde un lugar femenino que no cabe en los moldes conservadores. Lo espiritual no se presenta como un retorno a la obediencia ni como una aspiración de pureza moral, sino como una exploración sensible del dolor, del trabajo interior, del deseo de calma en medio del ruido.

En ese sentido, LUX actúa como espejo y motor: refleja un clima cultural donde la espiritualidad se ha vuelto una respuesta emocionalmente disponible, pero también redefine su significado al proponer una espiritualidad que no excluye la complejidad, la ambivalencia ni la corporalidad.

La espiritualidad como sustituto insuficiente del cambio social

El viraje generacional hacia la espiritualidad no puede entenderse únicamente como un gesto de cuidado o introspección. También es un síntoma de un repliegue político más profundo. Frente a un mundo precarizado y saturado de crisis, muchos jóvenes canalizan su angustia hacia prácticas espirituales que ofrecen alivio inmediato, pero no necesariamente herramientas para la acción colectiva. La promesa de estabilidad emocional reemplaza, con frecuencia, la apuesta por transformaciones estructurales.

En esa medida, LUX dialoga con un momento en que la búsqueda interior se convierte en sustituto de la articulación política. Y el problema no es la espiritualidad en sí —históricamente fértil para las mujeres como territorio de resistencia simbólica—, sino su conversión en una estética del refugio. Cuando la introspección se vuelve permanente, corre el riesgo de funcionar como una anestesia que normaliza la impotencia frente al mundo que se derrumba.

El individualismo impuesto por la autonomía del capital —esa lógica que sitúa los intereses personales por encima de cualquier horizonte colectivo— ha moldeado a una juventud que se reconoce antes como “proyecto de vida” que como sujeto político. En ese marco, la rebeldía deja de ser un acto público para volverse una gestión emocional privada. La espiritualidad adquiere así un lugar ambiguo: conforta, sí, pero también desvía la energía que en otro tiempo habría impulsado la organización, la movilización o el conflicto legítimo frente a estructuras injustas.

LUX encaja, entonces, en una estética generacional que confunde el bienestar individual con la transformación social, y que asume que el cambio puede provenir del equilibrio interior más que de la disputa por el orden material del mundo.

Espiritualidad sin acción: la paradoja de una generación paralizada

El álbum invita a pensar en un punto crítico: la espiritualidad, por sí sola, nunca será suficiente para transformar las condiciones materiales que producen ansiedad, agotamiento y precariedad. Rosalía ofrece una estética poderosa, incluso emancipadora en lo simbólico, pero esa emancipación corre el riesgo de agotarse en la superficie si no se articula con una praxis colectiva. La sensibilidad espiritual puede abrir preguntas, pero no cambia salarios, no redistribuye poder, no garantiza derechos.

En un ecosistema donde la autonomía del capital se afirma como lógica rectora —cada quien responsable de sí mismo, cada quien gestor de su bienestar emocional— se debilita la posibilidad de imaginar futuros colectivos. Las juventudes, concentradas en maximizar su estabilidad interior, tienden a no reconocerse como agentes de cambio; se ven como sobrevivientes de un sistema que deben gestionar, no como participantes capaces de subvertirlo.

LUX se mueve en esa tensión: toma símbolos tradicionales, los resignifica y los devuelve cargados de sensibilidad femenina contemporánea, pero no puede resolver el vacío político de fondo. La rebeldía traducida en introspección contiene belleza, sí, pero también impotencia. Y mientras la cultura ofrece refugio, el mundo material exige conflicto, organización y acción pública.

Quizá esa sea la interpelación más incómoda del álbum: en un tiempo donde la fe estética reemplaza la movilización, queda pendiente preguntarnos cómo reconstruir lo común. Porque sin proyecto colectivo no hay transformación posible; y porque, por más conmovedora que sea la búsqueda interior, nunca bastará para cambiar aquello que oprime por fuera.

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