La hazaña cumplida por Miguel Ángel López, que ganó ocho etapas consecutivas en la máxima competencia ciclística del país, es irreal
Fernando Rendón
Es imposible olvidar que en mi infancia hice parte de los tumultuosos recibimientos que se daban a los ciclistas al final de las etapas de la Vuelta a Colombia que terminaban en Medellín. La ciudad entera acudía a verlos.
Fui testigo de los triunfos del pentacampeón Ramón Hoyos, de quien mi tía Soledad guardaba en una urna de su casa una amarilla camiseta de líder que le regaló el pedalista de Marinilla. También vi ganar etapas a Cochise Rodríguez y a Rafael Antonio Niño, años después, desde la visión privilegiada de un carro de prensa.
Mucha poesía en el ciclismo
La hazaña cumplida por Miguel Ángel López, que ganó ocho etapas consecutivas en la Vuelta a Colombia este año, es irreal.
Hay mucha poesía en el ciclismo, en el armonioso trabajo de los equipos, en la filosofía de la soledad del fugado que dosifica con sabiduría su prolongada aventura de la mañana, en el sentir de la alegría popular que sigue en detalle una carrera arduamente disputada, en las sagas sobrehumanas de ciclistas que pasan de pedalear cada día sobre las verdes cordilleras de nuestro país a tomar parte en carreras con peligrosas exigencias en Europa.
Hace poco vi dos series de buenos documentales sobre la vida y muerte de los ciclistas profesionales en Europa, una sobre el Tour de Francia, con ese título, y otra, El día menos pensado, acerca de la participación del equipo Movistar en diferentes carreras de ese continente.
Hay un asunto que parece de menor importancia, cuando un ciclista que quiso llegar a ser una gloria del deporte de los pedales, aunque no le alcanzó para el peso, vocifera cada día furioso contra los ciclistas menores. “Ni siquiera eres un mal ciclista, simplemente no eres ciclista, mereces pedalear en una Singer”.
Tu única divisa es ser el primero
No hay nada más inhumano que el Tour, el Giro o la Vuelta. Los ciclistas son esclavos que tiritan y lloran antes de cada etapa, durante ella y al final. No son dueños de sus vidas. Su destino es la ruina física y moral y el olvido. Campeones al comienzo, terminan por ser objeto del peor desprecio. Pero son sus patrocinadores quienes cuentan los millones.
Hay directores de equipos que hacen verdaderos títeres de sus pedalistas; los obligan a adelantarse y a atrasarse sin razón alguna, a competir congelados, fracturados, hambrientos y sin esperanza de llegar dentro del límite de clasificación, intimidados siempre por el carro-escoba, alimentando el adulador gregarismo y los odios entre quienes aspiran a ser líderes de la carrera.
Cuando el ciclista manipulado y sin piernas es estrangulado por las rampas y agoniza, el frío preparador lo azuza: “vamos, venga, a tope, me cago en Dios, muérete”.
No ganan nunca los ciclistas, ganan las marcas. “Debes llegar a la meta o al hospital” son las instrucciones impartidas antes del pavé, a ve pa’ ve, si puedes tumbar a tu rival en el embalaje final, tu única divisa es ser el primero, el único superyo, poeta en tu caballito de acero.