“La mejor arma que un cineasta pueda tener contra la crisis es el coraje”, Roberto Rossellini (1977)
Juan Guillermo Ramírez
La renovada programación de la más antigua fiesta del celuloide latinoamericano, en su versión 64, el Festival Internacional de Cine de Cartagena, Ficci, realizado del 1 al 6 de abril, trazó en sus diferentes secciones una radiografía de la producción cinematográfica latinoamericana, europea que propicia una sugerente reflexión sobre la encrucijada en la que se mueve el cine y sobre las alternativas que este ofrece a la crisis.
Como viene siendo habitual, el Ficci se muestra como una cita ineludible para tener una imagen del panorama cinematográfico internacional, con más de 190 proyecciones, 60 estrenos nacionales, 30 estrenos latinoamericanos y 20 estrenos mundiales. Fue todo un homenaje a la diversidad, con un énfasis en la diáspora, etnias y comunidades afro e indígenas y un acento en identidades de género.
El resto de las secciones del Ficci vuelven a presentar un menú tan diverso como atractivo, como la Agenda Académica, con las presencias de la realizadora chilena Dominga Sotomayor, Pablo Larraín, el interesante Raoul Peck y el canadiense Xavier Dolan.
Mientras algunas cinematografías se mantienen fieles a su tradición, otras sienten un deseo de reinventarse, como es el caso de El gorrión en la chimenea de los hermanos suizos Zürcher, una mirada al interior de una familia que se reúne en una casa a fueras de la ciudad, con unos diálogos que cortan como cuchillos y se clavan como palabras proferidas con frialdad e indiferencia, insultos como «¡Eres un monstruo!», «No creas que te quiero solo porque eres mi madre» y «Te odio» resuenan por la casa familiar con una gracia lúgubre, como si quisieran absorber a todos y a todo, destruyendo cualquier atisbo de esperanza.
Asfixiada por recuerdos dolorosos, por fotos, objetos, vajillas con bordes dorados y muebles de otro tiempo, la protagonista lucha por liberarse de un pasado que la está destruyendo lenta pero inexorablemente, convirtiéndola en una estatua fría y vacía.
Entre la ficción y el documental
Una de las grandes cuestiones emergentes en el cine español, con el tema de la tauromaquia es el excelente realizador vasco Albert Serra con su no ficción Tardes de soledad. La cámara captura momentos en el ruedo taurino, en los camerinos y habitaciones, en el coche cuando el matador y su cuadrilla se dirigen a la plaza o vuelven de ella tras la faena.
Es el torero Andrés Roca Rey quien se prestó al juego propuesto por Serra: yo lo sigo con la cámara, usted se muestra cómo es en la intimidad y en la plaza, frente al toro en ese duelo igual o desigual. La forma cinematográfica es muy adecuada para filmar esa lucha atávica que encierra, a la vez, tantas contradicciones.
Pero eso, la repulsa, el animalismo, la fiesta taurina cancelada, no le interesa a Serra. Prefiere el gesto íntimo, el detalle que trasciende ante el objetivo de la cámara. No hay documental que no tenga escenas estudiadas, preparadas, como no hay ficción que no tenga momentos de realidad documental. El cine de Serra siempre se ha movido entre los dos extremos de una manera radicalizada, a la vez libre, que la practicada por otros cineastas de la no ficción.
Nueva Ola del Cine Griego
Serra, como Joaquim Jordà, José Luis Guerin o Isaki Lacuesta, todos ellos catalanes, han dinamitado las convenciones con un estilo multiforme que, por razones diversas, solo se practica en el cine catalán de entre todas las cinematografías del Estado, siendo uno de los más interesante de España.
De una de las cabezas visibles de la Nueva Ola del Cine Griego, Athina Rachel Tsangari se vio Harvest, una versión del humor absurdo y el gusto por lo bizarro que definen su filmografía previa Attenberg, para situarse en un momento histórico entre mediados del siglo XVII y del XIX, en el seno de una comunidad granjera que funciona de acuerdo a un modelo socialista de convivencia y que se ve violentamente sacudida por la irrupción del heredero del territorio, que tiene una serie de ideas no precisamente comunistas para sacarle provecho económico.
Es una obra diseñada para incomodar al espectador, lo arroja al centro de un paisaje tan bello como lúgubre y que lo envuelve de una atmósfera claustrofóbica pese a que su acción es al aire libre. La sensación de desconcierto que genera, contribuye a dotar de eficacia la metáfora a la que recurre para recordarnos que los virus que azotaban a la humanidad: la toxicidad del patriarcado, la xenofobia y la crueldad del capitalismo, siguen causando estragos. Tsangari cierra con una dedicatoria a sus abuelos en Grecia, cuyas tierras de cultivo ahora son una autopista.
Cine chino
En suma, una programación amplia, variada y que halla el difícil equilibro entre los nombres, las obras provenientes de las citas claves del año y la ausencia del miedo a salirse de lo convencional para encontrar otros destellos que florecen en las márgenes, como el documental chino realizado de Wang Bing, Qing Chun, en donde la lentitud hace que los espectadores sean conscientes de un ritmo sin rumbo.
Se integra en la vida de sus protagonistas a lo largo de cuatro años, recorriendo con su cámara el espacio de una comunidad para transmitir los ritmos de un estilo de vida. Observacional, aborda las verdades más difíciles del pasado y el presente de China. La cámara se cuela en los talleres textiles en Zhili, una ciudad de Wuxin, una de las ubicaciones del país para talleres clandestinos privados, y las estrechas oficinas y dormitorios.
Todos los empleados son inmigrantes económicos de la provincia de Anhui. Trabajan en condiciones brutales y se ven limitados por la tensión y las exigencias de un trabajo constante y monótono para cubrir sus necesidades. La fuerza laboral joven: adolescentes y veinteañeros, establece una vida social y momentos de conexión durante turnos de 15 horas dedicados a coser ropa y operar máquinas, cuyo zumbido compite por espacio en la banda sonora con la música pop de los celulares.