Un senador histérico, torpe, racista, misógino, tramposo (¿trumposo?) y, por supuesto, anticomunista, arrastró al fanatismo a muchos estadounidenses y carcomió las instituciones de su país. El modelo perfecto
Leonidas Arango
Pasada la Guerra Mundial, en el año 1949 cayeron dos baldados de agua fría sobre la arrogancia de los Estados Unidos: la Unión Soviética anunció que poseía armas nucleares, y en China tomaron el poder los comunistas. Políticos, empresarios y periodistas de derecha en Estados Unidos achacaron la nueva realidad a una conspiración interna de los comunistas norteamericanos siguiendo órdenes de Moscú, y escogieron como su portavoz a un oscuro senador llamado Joseph McCarthy.
Nacido en 1908 en Wisconsin, McCarthy estudió Derecho, obtuvo un cargo de juez en 1939 y desde entonces cuadraba sus ingresos con dineros obtenidos en el juego. En 1942 ingresó a la Armada y fue enviado al Pacífico. Terminada la guerra, falsificó documentos para aparecer como un héroe y se lanzó a la política, primero como demócrata y luego como republicano.
En 1946 era senador. Respaldado por la mayoría republicana y a nombre de un “Comité de Actividades Antiestadounidenses”, McCarthy desencadenó una campaña de miedo y calumnia ante la supuesta inminencia de una invasión soviética. En 1953 declaró: “No tengo tiempo para nombrar a todos los que dentro del Departamento de Estado han sido señalados como miembros del Partido Comunista y de una red de espionaje, pero tengo en mi mano una lista con 205 nombres”.
Cacería de brujas
Después rebajó el número a 57, pero estaba marcando la pauta para los siguientes cuatro años de un reinado feroz: una cacería de brujas en que lanzaba inculpaciones extravagantes y sin fundamento contra imaginarios traidores a Estados Unidos que veía por todas partes: funcionarios, científicos, periodistas, profesores y artistas.
En medio de la Guerra Fría y de la guerra de Corea se impuso una histeria colectiva que violaba la Constitución de Estados Unidos y causaba ruinas económicas: se despedía del trabajo a los acusados y se les cerraba la opción de conseguir empleo, lo que causó estragos en el arte, la cultura y la academia. Se calcula que hasta 1957 sufrieron persecución cerca de 15.000 estadounidenses. Hubo ciudadanos que delataron a la policía a sus vecinos en venganza de rencillas mínimas.
Muchos llegaron al suicidio por el acoso o tuvieron que abandonar los Estados Unidos. En la célebre “lista negra” de McCarthy y sus amigos estuvieron Charles Chaplin, Bertolt Brecht, el impulsor de la bomba atómica Robert Oppenheimer, el físico Albert Einstein y destacados personajes del cine que fueron presionadas o encarcelados para que delataran a sus colegas. Por un montaje macartista fue ejecutada en 1953 la pareja judía de Julius y Ethel Rosenberg.
La crisis
El macartismo fue víctima de su propio invento desde un episodio dramático en junio de 1954, cuando el senador lanzó una investigación contra el Ejército por acoger a supuestos comunistas en sus filas, señalando incluso al presidente republicano Dwight Eisenhower y al secretario de Defensa de encubrir espías. La demagogia brutal y disparatada de McCarthy tuvo justa respuesta: “¿No sabe usted qué es la decencia?”, le replicó frente a las cámaras de televisión un abogado militar.
El delirio macartista había llegado demasiado lejos y estaba perturbando la esencia de las instituciones norteamericanas, por lo cual varios senadores republicanos resolvieron avergonzados sacarle el cuerpo a su colega. McCarthy cayó en el desprestigio y el deterioro físico se encargó del resto.
¿Y los espías?
Durante sus diez años en el Senado McCarthy jamás pudo demostrar las acusaciones, pero su campaña siempre tuvo el respaldo de las grandes empresas y de la prensa hegemónica. Jamás encontró a ningún espía de la Unión Soviética ni a un comunista norteamericano que atentara contra su país. El núcleo del Partido Comunista de Estados Unidos era de intelectuales que criticaban el modelo económico y social, pero no buscaban el poder. Sin embargo, el macartismo causó daños irreparables a la izquierda tradicional de Estados Unidos, al movimiento sindical y a las organizaciones que combatían la discriminación racial o que defendían causas populares.
A pesar de su corta capacidad mental, McCarthy tuvo compañeros de bancada y de campaña como Richard Nixon y Ronald Reagan. Tiene herederos en el populismo de extrema derecha –Donald Trump, es un servil imitador de su estilo– y por tierras del Sur a Jair Bolsonaro y a Javier Milei, para no mencionar a precandidatos(as) que sueñan con el poder en el entorno nuestro.
La historia enseña siempre, pero puede dar escalofríos. El fantasma del macartismo se reactiva 75 años después. Fiel a su modelo, Trump destituye a los funcionarios, científicos, académicos y periodistas que piensan diferente a él, pero también ordena la ocupación militar de ciudades díscolas. Su irracional discurso de odio estimula la vetusta desconfianza de la derecha de Estados Unidos hacia los centros intelectuales, a los que ve como nidos de adoctrinamiento progresista o de revuelta y perversión moral.
Donald Trump tuvo relación directa con un padre ideológico más cercano en el tiempo: se llamó Roy Marcus Cohn y merece unos párrafos.
Chao
A la figura carcomida de McCarthy le pasó factura el alcohol. Cuando murió de cirrosis a los 48 años, el poeta nacional cubano Nicolás Guillén le dedicó su Pequeña letanía grotesca en la muerte del senador McCarthy, un homenaje póstumo:
He aquí al senador McCarthy,
McCarthy muerto,
muerto McCarthy,
bien muerto y muerto,
amén.







