Norte de Santander enfrenta una grave crisis humanitaria agravada por la reconfiguración de grupos armados ilegales, que disputan corredores estratégicos para narcotráfico, minería ilegal y contrabando
Sandra Milena Pinzón
Eliana Paola Zafra Agudelo
Desde enero, la violencia incluye confinamientos colectivos, como los de 5.000 personas en Sardinata y San Calixto, limitando su acceso a alimentos y atención en salud, según la Defensoría del Pueblo (2023). Además, el 30% de las desapariciones forzadas en Colombia ocurren en esta región, muchas vinculadas a fosas comunes en zonas de influencia armada. En 2023, la Fundación Paz y Reconciliación reportó el asesinato de quince líderes sociales, principalmente por procesos de restitución de tierras y denuncias ambientales.
La región alberga el 40% de los cultivos de coca del país, según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, UNODC, 2023. La minería ilegal de oro y coltán ha contaminado, con el mercurio, el 70% de las fuentes hídricas, afectando a las comunidades indígenas y campesinas.
La impunidad (solo el 12% de los casos de violaciones a DD. HH. llegan a condena), la debilidad institucional y el control territorial de los grupos armados perpetúan un ciclo de violencia que exige intervenciones integrales para garantizar la justicia y romper el silencio.
La violencia
La región del Catatumbo, epicentro histórico del conflicto armado en Norte de Santander, enfrentó en 2024 un recrudecimiento de la violencia tras el fracaso de los diálogos entre el Gobierno nacional y el ELN en esta zona. Para enero de 2025, la situación se ha tornado crítica.
Según el último informe del puesto de mando unificado, 54.989 personas han sido víctimas de desplazamientos forzados, 23.860 personas confinadas, 71 homicidios, de los cuales se subdividen en seis firmantes de paz, tres líderes sociales, 58 particulares, cuatro menores de edad, nueve desaparecidos, hechos sucedidos por causa de enfrentamientos entre el ELN, las disidencias de las FARC (Segunda Marquetalia) y el Clan del Golfo por el control de corredores de narcotráfico en Tibú y El Tarra.
A esto se suman cinco masacres reportadas en municipios rurales, donde comunidades indígenas Barí y campesinas han sido víctimas de amenazas selectivas y reclutamiento forzado de jóvenes.
La crisis humanitaria se agrava por el confinamiento de al menos siete veredas en el sur del Catatumbo, donde grupos armados han bloqueado el acceso a alimentos, medicinas y servicios básicos desde diciembre de 2024, violando el derecho internacional humanitario.
Organizaciones como Humanidad Vigente alertan sobre el riesgo inminente de desnutrición infantil en zonas como Convención, donde el 60% de la población depende de ayudas externas.
Paralelamente, la minería ilegal de oro y coltán ha contaminado el 85% de las cuencas del río Catatumbo, según un informe de la Corporación Autónoma Regional de la Frontera Nororiental, Corponor, generando brotes de enfermedades en la piel y afectando medios de vida ancestrales.
Factores de riesgo
En 2024, Norte de Santander registró el asesinato de 28 líderes sociales y defensores de derechos humanos, y para enero de 2025 ya se reportaban cinco homicidios más, principalmente en protestas contra la erradicación forzada de cultivos de coca.
La impunidad persiste, con solo el 8% de los casos judiciales por violaciones a los DD. HH. avanzando en los tribunales, según la Fiscalía General de la Nación. Esto subraya la necesidad de iniciativas que prioricen el litigio estratégico y la formación de redes comunitarias para exigir justicia.
Además, los informes institucionales ignoran las afectaciones específicas de las mujeres en el conflicto armado, agravando problemáticas de género, nacionalidad, salud y discapacidad, más allá del desplazamiento forzado, reconocido como crimen de lesa humanidad.
A pesar de la ratificación de convenios internacionales como el Convenio de Ginebra y leyes nacionales, el Estado colombiano sigue sin abordar adecuadamente estas violencias. La falta de reconocimiento de la identidad de género en las acciones institucionales contradice la Constitución de 1991 y el Estado social de derecho, perpetuando una dinámica de conflicto degradado y desatendiendo las raíces estructurales de la violencia.
Un llamado a la equidad
El daño ocasionado por la violencia armada no es general u homogéneo para todos; recordemos que en territorios de violencia, por ejemplo, las mujeres son víctimas de utilización de sus cuerpos como botín de guerra, de instrumentalización a través de amenazas o riesgo de reclutamiento para sus hijos. Además, enfrentar la pérdida de movilidad y locomoción, la prohibición en las distintas formas de participación y en la toma y propuesta de decisiones, así como la violencia económica y sexual.
Es decir, que cuando una mujer sale desplazada muy probablemente viene consigo con una serie de escenarios de violencia ejercidos contra ella, antes de tomar la decisión de salir desplazada. También es importante recalcar que sobre la mujer recae el rol de cuidadora y, en su gran mayoría, lo asumen las mujeres campesinas como proveedoras, quienes también labran o prestan sus labores en el campo, lo cual aumenta su nivel de afectación y daño cuando quedan inmersas en medio de un conflicto armado.
El fortalecimiento de las iniciativas organizativas de las mujeres en el Catatumbo y Norte de Santander, especialmente aquellas con enfoque territorial, productivo, social y político, es clave para la transformación integral y la construcción de paz.
Es urgente que el pacto Catatumbo incluya un componente inclusivo que fortalezca el tejido social, impulse la producción agropecuaria, la economía campesina, la seguridad alimentaria y la participación en la toma de decisiones. Además, se requiere formalización de tierras, educación integral, arte, deporte, tecnología y economía solidaria en zonas rurales, promoviendo una educación para la paz y la vida en el campo.