Si la educación se privatiza, adiós a la democracia
Juan Guillermo Ramírez
Ambientada entre tableros, pasillos y profesores, Sala de profesores reflexiona sobre la importancia de la verdad en el siglo XXI, con conclusiones espantosas. Lejos de tratar de hacer una radiografía de la educación moderna, presenta un thriller con tintes casi hitchcockianos lleno de falsos culpables, acusaciones prematuras, arrepentimientos tardíos y verdades que a nadie le importan.
Todo empieza con la mejor de las intenciones: saber la identidad de la persona que está robando cuando no queda nadie en la sala de profesores. La investigación empieza a tomar derroteros inesperados que nunca terminan de eclosionar, quedando inconclusos, en los que cada espectador tendrá su punto de vista: el racismo injustificado, la vigilancia moderna, el papel de los profesores en la educación, la sobreprotección paterna y una verdad que a nadie importa, ahogada por la opinión.
Sala de profesores, de Ilker Çatak, empieza buscando los hechos concretos y la veracidad, pero a medida que van pasando los minutos, va quedando de lado, siendo sustituida por un juicio paralelo. No hacia la persona acusada, sino, hacia quién trató de tirar del telón y mostrar una evidencia incómoda. Se presenta el hundimiento y la caída en el infierno y la desgracia de Carla Nowak, una profesora que aprende el valor de cerrar la boca en una sociedad donde los datos son lo de menos teniendo sentimientos.
La protagonista
El colegio se ve como un instrumento más de presión, una cárcel en la que las conspiranoias crecen y susurran tras cada puerta, donde cada clase transcurre de manera misteriosa. La estética desinfectada, apta para los niños, llena de lugares donde unos pocos púberes se juntan para fumar y donde los rumores se acrecientan en corredores es perfecta para Sala de profesores, que convierte el lugar educativo en el infierno de Dante y en el que cada situación compleja la hace caer en un nuevo círculo al que jamás esperaba llegar.
Lo que pasa en la sala de profesores se queda en la sala de profesores, se encuentra defendiendo la profesora Carla Nowak, a medida que la bola de problemas y malentendidos crece alrededor de ella en el instituto.
Nowak de 29 años, imparte clases de Matemáticas y Educación Física a adolescentes. Llega con la energía y la mirada utópica de quien acaba de llegar a un sistema que todavía cree que puede ayudar a mejorar. Siempre con una sonrisa, una palabra amable, un sentido de la justicia marcado y una pedagogía más actualizada y acorde a las necesidades de una sociedad que evoluciona hacia la igualdad, independientemente del género y del origen.
El cubo Rubik
Carla se entrega a su trabajo y a sus estudiantes, convencida de que su papel es fundamental en el desarrollo de sus alumnos, de su país, de la sociedad. Hasta que se ve envuelta en una investigación en busca de la verdad que la confrontará con sus compañeros, con sus alumnos, con el sistema y consigo misma.
Con un leitmotiv musical de cuerda repetitivo e inquietante, una cámara empotrada contra el cuerpo de Leonie Benesch, y una tensión que se acrecienta a medida que su protagonista recorre los pasillos laberínticos de su instituto. Ilker Çatak secuestra al espectador en la butaca durante 90 minutos plagados de giros de guion que hunden a la profesora en la imperfección, ya no del sistema educativo, sino del ser humano.
Las buenas intenciones tienen la misma importancia que la verdad en el siglo XXI: ninguna. Esta especie de fábula moral (o antimoral) envuelta en thriller es un retrato de todo lo que puede salir mal, dar un paso adelante puede resolver una injusticia en lugar de ser un catalizador de opiniones, problemas y confusiones en el centro del blanco. Al final, todo lo que puede hacer Nowak es ir a su clase, mirar a sus alumnos y gritar, tratando de exorcizar su único gran error: tratar de marcar la diferencia.
Hacia el final de Sala de profesores, la historia se le va ligeramente de las manos. La conclusión, que tiene que ver con un cubo de Rubik, se pierde con unas últimas escenas en las que el chicle se estira en demasía y terminan por resultar más producto de la fantasía que de la realidad en la que sus responsables quieren enmarcar la historia.
Los finales
Es solo el colofón a una impresión que va dejando a lo largo del metraje: en su ambición por hacer un retrato agobiante y de giros continuos, algunas subtramas e ideas quedan mal delineadas y acaban por olvidarse (como el racismo en la escuela) para dar importancia a otros momentos dramáticos. Si la película estuviera más centrada, quizá su resultado final rozara la perfección dentro de sus intenciones. Quiere contarlo todo. Y no puede ser.
En el cínico siglo XXI, parece que se lo tiene bien merecido. Es interesante cómo el director va aislando y señalando a la profesora dentro del cuadro a través de zooms y teleobjetivos, a la vez que la encierra dentro de los corredores laberínticos del colegio. El director evita lecciones morales en la confrontación entre las libertades individuales, el derecho a la intimidad, la libertad de expresión y el autoritarismo de las instituciones.
Sala de profesores discurre por la pantalla en un formato cuadrado que encierra la mirada del espectador en el aislamiento de la protagonista, en una especie de claustrofóbica pesadilla, conduce al espectador hacia un final partido en dos en el que no hay más resolución que la que arde. Todo son dudas. Nada es lo que parece. El final es el principio. La experiencia se vuelve más gratificante cuando se trata de su resolución.
El espectador cree que hay dos finales, ya que la secuencia final está dividida en dos, cada una con su conclusión. Es un caso raro de final doble que tiene sentido. Ambas partes funcionan bien y transforman el esfuerzo de Çatak en una metáfora más amplia sobre la justicia de la ley y las relaciones de poder. Probablemente sea la mejor calidad de la película y algo que no se esperaría encontrar en un drama escolar.