viernes, noviembre 21, 2025
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Lo monstruoso como espejo

El filme convierte al monstruo en una sensibilidad desnuda que confronta lo hegemónico: una figura que encarna lo que el mundo teme sentir y lo que las mujeres han sido obligadas a callar

Flora Zapata

¿Cuál podría ser la relación de una mujer con la muerte? Lo extraño, lo que no conocemos, lo que nos aterra. Es lo que encarna el ser femenino. Lo monstruoso o desconocido. Mas bien, ¿Qué puede ser un monstruo si no es lo desconocido o ajeno porque no lo reconocemos cercano? Y, si una mujer no lo cuestiona, ¿Quién más puede hacerlo? ¿Cómo se decreta lo hegemónico dentro de lo que es cercano a ello?

Si hay algo cierto es que los monstruos existen para quienes atraviesan la experiencia humana, desde siempre. Es lo ajeno. Lo que no encaja dentro del deber ser. Y si se pierde la noción básica de entendernos dentro de la lógica normativa, ¿desde donde nos enunciamos? ¿Cómo cuestionamos a quien nos falla dentro de la emotividad?

Las preguntas que abren este texto funcionan como un umbral para adentrarnos en Frankenstein (2025) de Guillermo del Toro, una relectura profundamente emocional del mito que Mary Shelley inscribió en la literatura hace más de dos siglos. La película no solo revisita la criatura, sino que reposiciona su monstruosidad como un lenguaje afectivo que interpela las fronteras de lo hegemónico. Del Toro insiste en que lo monstruoso no es lo que amenaza desde afuera, sino lo que desarma nuestros marcos de reconocimiento: aquello que sentimos demasiado, que escapa a la rigidez de lo normado y que revela la fragilidad de nuestras certezas.

Del Toro y la tradición de Frankenstein

Desde su publicación en 1818, Frankenstein ha sido leído como la advertencia moderna por excelencia: el exceso de razón, el delirio científico, la ambición desmedida del creador. Sin embargo, Del Toro desplaza ese eje y propone una mutación del relato: el monstruo no es un castigo, sino un espejo.
En la tradición del director, el monstruo siempre ha sido una figura ética antes que una amenaza física. Así ocurre en El laberinto del fauno, donde la fantasía permite resistir a la violencia; o en La forma del agua, donde la criatura acuática encarna el derecho al amor y a la diferencia. En Frankenstein, Del Toro retoma esa línea para dotar a la criatura de una sensibilidad radical, casi incómoda, que expone la fragilidad emocional del mundo que lo rechaza.

Este giro es clave para entender por qué la película puede leerse desde lo femenino y lo afectivo: la criatura es un sujeto que siente, desea, pregunta y sufre; no es la suma de partes cosidas, sino un territorio donde se negocia lo humano.

Lo femenino como potencia crítica

El inicio del artículo traza una idea potente: lo femenino ha sido históricamente relacionado con lo desconocido, lo irracional, lo peligroso. No porque las mujeres encarnen lo monstruoso, sino porque la hegemonía patriarcal ha producido esa equivalencia. Lo monstruoso se adjudica a quien incomoda, a quien cuestiona, a quien no cabe en el molde.

La criatura de Del Toro participa de esa misma lógica. Su existencia misma es una contradicción: vive, pero no pertenece; siente, pero no es reconocido; desea, pero no tiene lugar. En su manera torpe y profunda de vivir la emotividad, el monstruo deviene un sujeto que se resiste a la norma, que encarna lo que la hegemonía no quiere admitir: la vulnerabilidad.

La idea de que “solo una mujer puede cuestionar lo que aterra” se resignifica aquí: la criatura es, en cierto sentido, un sujeto feminizado. No por características biológicas, sino porque ocupa la posición de aquello que se vuelve incómodo para el orden. Su emotividad desnuda, sin máscara, es un gesto político que Del Toro explota para cuestionar las jerarquías afectivas. La criatura llora, ama, se enfurece, fracasa, se rehace. Y esa exposición del sentir constituye su verdadera monstruosidad: la incapacidad del mundo para tolerar la intensidad afectiva de otro ser.

Victor Frankenstein el creador que no sabe cuidar

Frente a la criatura, Victor Frankenstein aparece como el emblema del sujeto hegemónico moderno. Es un creador que no acompaña, un científico que no asume el peso ético de sus decisiones, un hombre incapaz de cuidar lo que produce. Su monstruo no es la criatura, sino su propia emocionalidad clausurada.

Del Toro construye esta relación casi como un diagnóstico político: Victor encarna la razón que se imagina autosuficiente, la masculinidad que teme al afecto, la autoridad que no reconoce al otro. Cuando el monstruo le demanda cuidado —o siquiera reconocimiento—, Victor retrocede, huye, evade. Su incapacidad para responder afectivamente es lo que rompe el vínculo, lo que instala el conflicto moral de la película.

Es aquí donde resuena la pregunta del inicio: ¿Cómo cuestionamos a quien nos falla dentro de la emotividad? La criatura lo hace confrontándolo con su propia fragilidad, obligándolo a ver aquello de sí mismo que ha decidido ignorar. En ese sentido, la criatura es el síntoma y la prueba: el fracaso de Victor no está en su creación, sino en su falta de responsabilidad afectiva.

El monstruo como pregunta política: hegemonía, norma y afecto

Del Toro entiende profundamente algo que Shelley insinuó: lo monstruoso no es una categoría moral, sino política. Sirve para expulsar a quienes no encajan en la norma, para marcar los límites de lo aceptable, para producir una frontera entre “nosotros” y “ellos”.

En la película, esa dimensión se revela en las múltiples escenas donde la criatura es incomprendida, temida o perseguida no por lo que hace, sino por lo que representa. La violencia de la comunidad hacia él revela una verdad incómoda: la normalidad también es monstruosa. Sus reacciones están dictadas por el miedo, la ignorancia, la obediencia a un orden que no admitirá lo diferente.

La película, entonces, desplaza la pregunta: No es “¿por qué la criatura es un monstruo?”, sino “¿qué necesita la sociedad para reconocer como monstruo aquello que no entiende?”. Este desplazamiento es profundamente político porque subraya que la monstruosidad es un mecanismo de control emocional y social. Lo que se expulsa, lo que se condena, lo que se teme, siempre revela más del orden que del excluido.

La criatura como posibilidad de otro mundo afectivo

Volver al inicio implica reconocer que la pregunta por la muerte, lo extraño y lo femenino no es una especulación abstracta, sino un modo de interrogar las formas en que nos relacionamos con la vulnerabilidad. En Frankenstein, Del Toro ofrece un monstruo que no destruye, sino que interpela; que no amenaza, sino que pregunta; que no aterra, sino que siente demasiado.

Lo monstruoso, en esta versión, es una posibilidad de mundo: un espacio para habitar el afecto sin la camisa de fuerza de lo normativo. Allí donde Victor fracasa al cuidar, la criatura abre una ética del sentir; allí donde la sociedad teme, el monstruo recuerda que todos somos cuerpos expuestos, frágiles, deseantes.

Tal vez la criatura no sea el monstruo. Tal vez lo monstruoso sea lo que el mundo hegemónico no está preparado para reconocer de sí mismo. En todo caso, el monstruo de Del Toro nos mira para recordarnos que podríamos ser otros, si nos atreviéramos a sentir más allá de la norma.

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