martes, abril 23, 2024
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La democracia, el adorno engañoso del Dalái Lama

El reciente escándalo del líder budista, en el que besa a un niño y le pide que le chupe la lengua, reabrió los múltiples debates sobre el Tíbet, así como las tensiones entre la República Popular China y el “Gobierno en el exilio”. Al respecto, VOZ rememora la situación económica, política, social y cultural de la emblemática región antes de los cambios democráticos promovidos por el maoísmo

Zang Yanping – China Daily (*)

A fin de otorgar al 14º Dalái Lama una apariencia de respetabilidad, su banda lo presenta, a él, la antigua figura principal de la servitud feudal de estructura sociopolítica teocrática, como un “representante de la democracia”, pretendiendo que “la democracia ha sido siempre su ideal (…) promocionándola entre los tibetanos en el exilio”.

Todo el mundo sabe que la sociedad humana pasa por tres fases de evolución: teocracia, monarquía y derechos cívicos. Es simplemente ridículo, como mínimo extraño, definir al Dalái Lama, este símbolo vivo de la teocracia, como un “combatiente de la democracia”.

Ningún derecho consagrado

¿Qué ocurrió realmente en el Tíbet, cuando era gobernado por el Dalái Lama? Antes de 1959, las tierras y los habitantes de esta región no eran más que feudos de las instituciones de los gobiernos, monasterios y nobles tibetanos locales, es decir, las tres categorías principales de propietarios que apoyaban la servidumbre feudal tibetana. Constituían menos del 5% de la población total. Estas tres categorías principales de propietarios poseían prácticamente la totalidad de las tierras cultivables, de las llanuras, de los bosques, de las montañas, de los recursos acuíferos y del ganado. No sólo estaban habilitados para explotar a sus siervos de manera vampírica, sino que también ejercían un poder de dominio.

Los siervos y los esclavos, que representaban el 95% de la población del Tíbet, no disponían de ningún derecho fundamental y no tenían ninguna libertad. Desde su nacimiento, los siervos pertenecían a un propietario. Su existencia, su muerte y su matrimonio dependían de la voluntad de su propietario. Tratados como ganado, los siervos podían ser vendidos, comprados, transferidos, propuestos como dote, ofrecidos a título de gracia por otros propietarios de siervos, utilizados para apurar deudas o intercambiados por otros siervos.

Afín de proteger sus propios intereses, los propietarios feudales de siervos mantenían un sistema social jerárquico y estricto a la vez que ejercían un poder cruel. Los Códigos trece y dieciséis, que fueron utilizados hasta finales de los cincuenta, estipulaban claramente el precio de la vida de las diversas categorías sociales (que iba desde personas que no valían más que un vulgar cordaje de paja a otras que valían más caras que el oro). Los gobiernos locales estaban dotados de tribunales y de cárceles, y los grandes monasterios, al igual que los nobles, tenían también sus propias prisiones. Bajo esta dictadura cruel, los siervos que osaban rebelarse eran perseguidos según la voluntad de sus señores.

Frecuentemente, eran insultados y abatidos o debían afrontar incluso castigos de una destacada violencia: por ejemplo, se les arrancaban los ojos, se les cortaba la lengua o las orejas, las manos o los pies, se les arrancaban los tendones, a no ser fuesen ahogados o que hechas al vacío desde la cima de un acantilado.

Depresión económica y declive social

Estadísticas han demostrado que los impuestos recolectados por los gobiernos locales del Tíbet estaban clasificados en más de doscientas categorías y que los trabajos asumidos por los siervos al servicio de las tres órdenes principales de propietarios representaba más del 50% de su trabajo, alcanzando incluso al 70 y 80% en algunos lugares.

Antes de la reforma democrática, la suma total del desgaste del Tíbet era dos veces más elevado que el de la producción total de siervos. Los tres órdenes de propietarios que dirigían el territorio vivían principalmente en las aglomeraciones o en las ciudades como Lhassa. Estaban estrechamente ligadas por intereses comunes. Sus miembros –los funcionarios, los nobles y los monjes superiores de los monasterios– cambiaban a veces de rol para formar las bandas dirigentes poderosas o para decidir los matrimonios entre clanes del mismo rango social con el objetivo de consolidar sus alianzas.

También observaban una regla estricta que estipulaba que las personas de rango elevado debían ser tratados de manera diferente, lo que, tanto en el ámbito ético como en la realidad, consolidaba los privilegios y los intereses de los propietarios de los siervos. Los descendientes de los nobles seguían siendo nobles hasta el final de sus días, pero los siervos, que constituían la mayor parte de la población tibetana, no podían nunca salir de su miserable condición política, económica y social.

“La integración de la política y de la religión”, constituían el fundamento de la servitud feudal del Tíbet. Bajo un tal sistema, la religión no era sólo una creencia espiritual sino también una entidad política y económica. En los monasterios, que también se beneficiaban de los privilegios feudales, también existía opresión y explotación. El despotismo cultural reinante bajo esta estructura sociopolítica teocrática no permitía que le pueblo pudiese escoger su propia creencia religiosa, impidiendo una verdadera libertad religiosa. Los siervos no tenían ningún derecho humano, ni siquiera el más elemental, y vivían en la indigencia más extrema.

Al ser impedidos de la producción material y de la reproducción humana, los monjes llevaron a esta región a una depresión económica y al declive de la población del Tíbet. Con este avasallamiento espiritual y la promesa de la beatitud en una vida ulterior, el grupo privilegiado de monjes y de nobles no sólo privaba a los siervos de su libertad física, sino también de su libertad espiritual.

El Dalái Lama, en esa época principal representante de la servidumbre feudal tibetana y jefe del gobierno local tibetano, nunca se estorbó de “democracia” o de “derechos humanos”. De hecho, es por el temor a las reformas democráticas que el 14º Dalai Lama y su banda en el poder desencadenaron la rebelión armada en 1959 y ganaron el exilio tras su fracaso.

El “Gobierno en el exilio”

Tras su fuga al extranjero, la banda del Dalái Lama siempre mantuvo el marco político de base de la integración de la política y la religión. Según lo que llama “constitución” tibetana, el DaláiLama, en tanto que principal figura religiosa, no sólo ejerce la función de “Jefe de Estado y de Gobierno”, sino que también beneficia del poder último de decisión sobre todas las principales cuestiones a las que se ve confrontado su “Gobierno en el exilio”.

La familia del Dalái Lama y varios familiares controlan el poder político, económico, educacional y militar del “Gobierno en el exilio”, así como sus principales circuitos financieros. Parece ser que, estos últimos años, empiezan a seguir los ejemplos occidentales organizando “elecciones democráticas” y adoptando “la separación de poderes” pero, en realidad, el Dalái Lama siempre tiene la última palabra, su “Gobierno en el exilio” está todavía estrechamente ligado a la religión y al poder de los monjes.

¿Es posible la “democracia” bajo el poder de una estructura política teocrática formada por monjes y nobles? Hace tiempo que el Tíbet y otros elementos de la comunidad tibetana en China han realizado la separación entre política y religión, llevando a cabo reformas democráticas e implantando gobiernos regionales autónomos, comprometidos con la construcción política y democrática del socialismo. Contrastándolo con esta realidad, el discurso vacío sobre la democracia que nos presenta el Dalai Lama y sus partidarios internacionales sólo constituye la apariencia barata que exhibe para abusar del público.

* Publicado originalmente por Rebelión.org
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