jueves, marzo 28, 2024
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Huertas campesinas a tres voces

En este momento hay más de diez huertas en Bello Oriente, donde, entre todos, hacen mingas en las otras huertas y cuidan rebaños. Tienen 17 cabras y hacen yogur con su leche, usan el estiércol para hacer abono, practican la autonomía alimentaria.

Huerta campesina en Bello Oriente. Foto Bibiana Ramírez.
Huerta campesina en Bello Oriente. Foto Bibiana Ramírez.

Bibiana Ramírez – Agencia Prensa Rural

Bello Oriente es casi como subir al cielo, montarse en nubes y olvidarse que se está en la ciudad. Es un barrio periférico de Medellín, en el centro oriente de la comuna tres, Manrique, y está en límites con el corregimiento de Santa Elena. Hace frío y se divisa gran parte del Valle de Aburrá.

El barrio se ha poblado con víctimas del desplazamiento forzado. Hacia los años 80 llegaron sus primeros habitantes desde Frontino, Uramita, Cañas Gordas, Dabeiba, Ituango y San Carlos en Antioquia. Luego, en los 90, se sumaron comunidades afrodescendientes, desplazados de Urabá.

La alimentación es uno de los asuntos fundamentales para resolver en una comunidad desplazada. Conseguir el alimento no es fácil, además las familias crecen y la comida es costosa. Antes la provisión estaba segura. En la ciudad, ni esa seguridad alimentaria de la que habla el gobierno es resuelta.

Por eso empiezan a hablar en Bello Oriente de la autonomía alimentaria. De ahí surge la necesidad de aprovechar las tierras que se tienen y pensar en que se pueden recuperar los suelos agotados por la explotación y la contaminación. Primero piensan en crear la Fundación Social Palomá, donde todos deciden dentro del territorio y distribuyen equitativamente los terrenos para la vivienda. Después para las huertas.

En 1998 construyen la primera huerta comunitaria y en el 2002 ganan el premio VIDA entregado por Corantioquia a la mejor huerta campesina. Y desde entonces mantienen la vocación de la agricultura urbana. La apuesta ahora es crear la red de huertas comunitarias de la ciudad. En este momento hay más de diez huertas en Bello Oriente, donde, entre todos, hacen mingas en las otras huertas y cuidan rebaños. Tienen 17 cabras y hacen yogur con su leche, usan el estiércol para hacer abono, practican la autonomía alimentaria.

Rubiela Arango González

Es una mujer de baja estatura, tez morena. Es tímida y la acompaña Andrea, su hija menor, que sí es muy sociable. Rubiela ama su huerta, agradece que todos los días pueda alimentarse de lo que esa tierra, que ella nutre y acaricia, le entrega como un gesto de amor. Ella quisiera estar todo el día en la huerta, pero su vida está entregada a otros aprendizajes y apuestas.

“Vengo desplazada de una vereda de Ituango, como a tres días de camino. Cuando vivía con mis padres y luego mis hijos, no iba al monte a sembrar, mi función era en la cocina o haciendo los oficios de la casa. Cuando llegué a Bello Oriente aprendí a distinguir las hortalizas, allá se conocía el tomate, la cebolla, las coles, muy poco.

Llegué al barrio Picacho en 1998 cuando salimos desplazados. A mi papá lo mataron en el desplazamiento en diciembre del 97. Ya mi mamá había muerto. Yo salí con mis hijos. Llegué donde mis abuelos. Conocí a un joven con el que me fui a vivir al municipio de Bello y luego resultó un ranchito en Bello Oriente.

En 2002 empecé a unirme con la poquita gente que había en el barrio. Conocí a Elvia, una vecina, que me invitó a trabajar en una huerta que iban a crear entre varias mujeres. Me sentía sola, no hacía nada, pasaba aburrida. Me integré con las otras señoras y trabajamos en esa huerta.

Dejamos de trabajar en las huertas arriba en la montaña, porque se robaban la cosecha. Pasó un tiempo y entre todos los de la fundación que tenemos, decidimos que cada uno tomaba un lote para sembrar.

Ahora tengo fríjol, alverja, repollo, maíz. La tierra de aquí no es tan fértil, falta más abono. En este momento estamos aprendiendo a preparar abono líquido enriquecido con boñiga de cabra, levadura, ceniza, melaza, hojarasca, agua y lo mezclamos durante un mes. De lo que produce la huerta regalo, vendo, como, de todo hago. Siento una gran felicidad cuando me como lo que yo siembro.

Aquí me pongo a acordarme de lo que mi papá sembraba en el campo y nunca se me olvida. Ahora todo es comprado, vale mucho, la plata es muy difícil de conseguir. Para una hoja de cebolla, una rama de cilantro hay que pelar la plata. Ojalá poder sembrarlo todo. Antes nos robaban y nos desanimábamos, pero ya nada me desanima. Todavía roban, pero hay que sembrar más para que roben y dejen para uno”.

Arnulfo Uribe

Lo conocen por su larga barba y tono pausado para hablar. Es de los primeros habitantes del barrio. Es el que todo el tiempo está entregando semillas e invitando a sembrar la tierra para la autonomía. Se encarga de cuidar las cabras y de llevar el mensaje de que esta ya no es la economía sino la econuestra.

“Desde que se creó la primera huerta en el barrio hemos sido muy plurales. Es un asunto de vida que nos toca a todos. Cuando nos juntamos a sembrar, a aprender, se acerca el vecino, el joven, los niños, todos con curiosidad.

Lo que impide, en ocasiones, y hace que la gente se aburra y dejen las huertas, es la falta de continuidad en el proceso. Lo más difícil es cambiar la mentalidad, los modos de producción. Sin abonos químicos, sin quemar la tierra. Romper con lo tradicional es difícil y hace que la gente desista, pero cuando se llevan la cosecha, cambia un poco la visión.

Estos son suelos en recuperación y exige más tiempo que en una tierra sana y limpia.

Esta tierra ha sido quemada, talada, está desgastada y ese es nuestro propósito, recuperar el suelo, que sea productivo. Pero para esto se necesita constancia, porque la tierra es un ser vivo que hay que estarlo alimentando. Es que el suelo requiere un plan de nutrición, es lo que tratamos de hacer a diario”.

Joaquín Tuberquia

La camisa leñadora y una cachucha lo protegen del sol. Resaltan sus manos oscuras y gruesas. Es un sembrador constante. En 1999 fue desplazado de un corregimiento de Carepa, en el Urabá antioqueño. Allí cultivaba maíz y podía venderlo en el pueblo a buen precio. Llegó a andar por algunos barrios de la ciudad durante un año. Luego llega a Bello Oriente a jornalear y trabajar la construcción. No volvió a sembrar hasta hace cinco años que pidió a la fundación un terreno para sembrar.

“Un día estaba sin trabajo, sin hacer nada y decidí sembrar, cogí la huerta que habían dejado las mujeres abandonadas y le puse mano. Vi que teníamos aquí mucha tierra y no se estaba trabajando, más bien estábamos esperando a que viniera el Estado y dijera que esas tierras le pertenecían. Todos decían que esto no daba nada, que la tierra era muy mala.

Sembré fríjol, maíz, robaron mucho pero qué se le hace, algo me quedó. Cogí una vez 200 kilos de maíz y 60 kilos de fríjol. Me gusta sembrar porque le quita el hambre a la gente, a la familia y a uno. Ahora Molina, un amigo, se llevó un racimo de plátano, llevó cebolla, cilantro, lechuga, y era uno de los que decía que eso no daba nada.

Nos dificulta mucho la convivencia, casi no se sabe estar con el otro. Los hijos tampoco están recibiendo esa herencia, no quieren aprender, ni venir a la huerta a trabajar. Quieren es cobrar el trabajo sabiendo que es lo que ellos también se comen”.

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