miércoles, octubre 29, 2025
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Frankenstein: dolor, melancolía y patetismo

Es una historia de locura y dolor que funciona en su faceta operística

Juan Guillermo Ramírez

Frankenstein de Guillermo del Toro, ambientada en la segunda mitad del siglo XIX, presenta a un Victor Frankenstein, moribundo y ensangrentado, es encontrado inexplicablemente cerca del Polo Norte por unos exploradores.

Son atacados por una criatura que les exige que le entreguen a Victor. La criatura es eliminada, lo que le permite a Victor contar su historia a través de flashbacks; en concreto, cómo juró vencer a la muerte revivificando un cadáver cosido a partir de cadáveres dispares. Frankenstein deja que Victor cuente su historia con moraleja, luego la narrativa cambia para que la criatura pueda relatar los acontecimientos desde su perspectiva.

Del Toro ha sido admirador de la novela de Mary Shelley y ha dirigido sobre inadaptados incomprendidos, lo que explica por qué esta adaptación se hace eco de los temas que recorren su obra.

Si bien el guionista y director no reimagina el material original, lo impregna de emoción y pasión al explorar la oscuridad de la humanidad. No sorprende que la adaptación de Del Toro muestre una compasión por la criatura, menospreciada y maltratada.

Un flashback inicial sugiere que el joven Víctor se vio profundamente afectado por la muerte de su madre, culpó a su distante padre, un reconocido cirujano, por no salvarla, pero es el ego, más que el dolor.

El guion

Varios miembros del equipo de del Toro, incluyendo a la diseñadora de producción de El callejón de las almas perdidas, regresan para garantizar que Frankenstein sea un suntuoso melodrama gótico lleno de castillos en ruinas.

Apegado al material original, del Toro quiere explorar el trauma que nos crea, la capacidad de la humanidad para la crueldad, la muerte que nos provocamos a través de la guerra y la catarsis del perdón: todas nociones que hacen que Frankenstein sea relevante en la política mundial actual y el salvajismo de las redes sociales.

La belleza de los reflejos y la señalización cromática son claves para la sintaxis visual de la exuberante dirección de Del Toro, y un deleite en sí mismos. El rojo sangre es la paleta de Frankenstein (el vestido escarlata ondulante de su madre dio inicio a una obsesión de toda la vida por jugar a ser Dios y usar pañuelos y guantes color rubí).

Elizabeth es una impresionante sinfonía de vibrantes tonos joya: el momento en que la vemos por primera vez es un cuadro. Sus últimos momentos en pantalla son igualmente deslumbrantes en cuanto a composición.

El guion de Del Toro no se deja intimidar por su erudición, sus alusiones al caso de asesinato en serie de Burke y Hare, en el que dos edimburgueses crearon su suministro de cadáveres para venderlos a un anatomista de la ciudad a finales de la década de 1820, es uno de los detalles históricos y literarios que los amantes de lo macabro podrán saborear.

El personaje

Gótica, romántica y visualmente ambiciosa la película encuentra a Del Toro más adulto y sosegado, alguien que puede ser un cinéfilo consciente de las referencias implícitas en lo que hace pero que trabaja más a partir de ideas humanistas, ligadas a la psicología de los personajes y a sus contradicciones.

Frankenstein se erige como espectáculo gótico, con momentos de ópera trágica y reflexiones morales sobre la arrogancia humana. Su virtud está en el desplazamiento de la mirada hacia la criatura, que aporta humanidad allí donde la ciencia y la soberbia fallan.

El director convierte al personaje de Victor, el prometeico creador de vida, en el villano de la ficción, mientras que la criatura surgida de la ambición ególatra del científico brilla como una sublimación de la candidez y la ternura.

El esfuerzo de la narración no es otro que el del reconocimiento. Todos somos monstruos. Todo discurre, y esto es relevante, desde la propia esencia del mismo relato. Frankenstein, además de libro de horror gótico, es mito. Su sentido no es otro que el de la repetición en voz alta. El que veamos representado el relato de lo sucedido en la palabra de sus protagonistas, convertidos ellos en narradores de sí mismos, se parece a lo vivido por el propio Ulises en su Odisea, que solo se emocionó ante el tamaño de sus propias hazañas cuando se las escuchó de la boca del ciego Demódoco.

Lo espiritual

Es así. El relato crea el mundo. Ese empeño de contar lo de siempre como nunca no siempre se consigue y cuando sucede, el placer es doble. Como ya es regla en Del Toro, no es menos verdad que la obsesión de componer un universo entero en cada instante, en cada fotograma, hace que la narración o se detenga o resulte atropellada. Pero pasa pronto. Lo que queda es la sensación de un viaje al fondo del misterio, el misterio puro y triste de lo que vive. Nada tan monstruoso como vivir.

Para Del Toro todo género cinematográfico es, por definición y esencia, político: “¿Qué puede ser más actual que una historia de monstruos que juegan a ser dios? En cualquier caso, lo que me movió es algo que va más allá de lo político y que podíamos llamar espiritual. Cometemos un error si pensamos que todos nuestros problemas obedecen a causas políticas y que solo son solucionables desde esa misma política. Las atrocidades a las que asistimos tienen una razón de ser espiritual. Y ahí se dirige mi Frankenstein”. Desde el primer segundo, la película hace suyos cada uno de los preceptos que han guiado una forma de entender el cine que busca poner al espectador ante la imagen cruda y desnuda de su propia indefensión. Cada secuencia impacta, sorprende e invita a la sonrisa. La idea es volver a ver lo mil veces visto y escuchar lo otras tantas veces escuchado, pero como si fuera la primera vez.

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