“Y ahí está el enamorado / Con su luna entre los brazos / Pidiéndole a la esperanza / Para todos, para todos…”, canción de Santiago Feliú
Antonio Marín
En estos días de primavera, cuando las alergias son casi tan molestas como los discursos contradictorios y las morales de fábrica “Made in China”, no se puede evitar pensar en cómo nuestras élites se creen impolutamente dueñas del buen vivir, pese a guardar más esqueletos en el armario que una funeraria clandestina.
Proclamaba Silvio ─no Rodríguez, sino el difunto exprimer ministro italiano Berlusconi─ ante al Parlamento italiano que la familia era lo más sagrado. Claro, lo decía justo antes de organizar en su ostentosa villa esas rumbas legendarias, conocidas hasta el barrio Rosales: con bailarinas en tacones, damas de compañía, algunos hablan de menores de edad, y champaña de marca, donde acababan hechas trizas hasta las últimas de sus grandiosas arengas morales.
Perfeccionando el oficio
Hay que recordar al rey Juan Carlos de España: el que pedía austeridad y sacrificio a su pueblo, mientras se escapaba a los Alpes suizos para enredarse con aristócratas y esconder fortunas en cuentas secretas. Así que, si en Europa la hipocresía es un arte barroco, en nuestra tierra criolla llevamos siglos perfeccionando ese oficio.
Llega a la memoria el expresidente Mosquera, al que llamaban “Mascachocha”, no por lo que ustedes creen, sino por cómo movía su quijada al hablar, tras haber recibido una herida de bala en la cara. Eso sí, tenía muy claro que la política era un asunto de familia y repartía cargos como invitaciones a un matrimonio.
Peor fue Guillermo León Valencia con su famosa “Ley Heroica”, esa que prohibía la rumba y el trago, mientras detrás de escena tenía gabinetes en los que el whisky fluía cual río desbordado. Sus brindis eran tan ruidosos que solo pueden compararse con los discursos de cierta nieta, experta en agitar masas que jamás logró amasar.
Expresidentes con historias
Vuelve a sonar en estos días el apellido Turbay; pero es el abuelo. Al “Turco” Julio César Turbay Ayala se le atribuye, entre otras, una famosa anécdota en Cúcuta: cuentan que, en pleno Club del Comercio, le agarró una nalga al obispo. Algunos testigos lo niegan, asegurando que no fue más que una cariñosa palmada al estilo futbolista. El cura, ofendido, no solo le negó la misa, sino que lo “escrachó” públicamente ante toda la comunidad santandereana. Según cables diplomáticos estadounidenses, aquel incidente no era más que la punta del iceberg: debajo había contrabando de coca, aguardiente y carcajadas.
César Gaviria, aunque no se puede afirmar que lo vieron con algún chico, en Nueva York tiene una historia. Sin embargo, el hombre cargó por años con el rumor de un noviazgo secreto con su director de galería. En 2014, una inocentada terminó con dos periodistas despedidos, pero el chisme jamás se apagó (¡Ay, no!).
“Andresito” Pastrana, “trabero y drogo hippie” (según las malas lenguas), de su silla vacía pasó a quedar en la historia montado en el famoso “Lolita Express” de Jeffrey Epstein. Decía que iba rumbo a Cuba a hablar con Fidel Castro, pero los registros mostraron que fue un puro tour VIP de excesos y amigos influyentes. Como los de otro delfín: Daniel Samper Pizano, de editor de “soft-porn” a heraldo probo de la moral pública, utilizando para ello a su bufón de alquiler, una especie de títere triste y sin gracia, cuya nariz roja desteñida solo sirve para distraer mientras sus patrones repasan virtudes ajenas, olvidando las propias ausencias.
Es aquí donde cuesta creer que Álvaro Leyva Durán, el eterno “negociante de la paz”, alternara tan fácilmente entre negociantes insurgentes y poderosos oligarcas, ofreciendo acuerdos por un lado y plutocracia servida en bandeja por el otro. Es más fácil creer en la imagen reciente del HP (Honorable Parlamentario) y presidente del Congreso Efraín Cepeda, pillado en flagrante ebriedad y tambaleándose con trago en mano por los corredores de El Dorado. “¿Control de alcoholemia o control de investidura?”, anotaba la prensa entre risas.
Alucinan con Petro
Pero, ojo, que no se puede pasar por alto el tema principal: nuestro propio “Fantasma de Notre-Dame”, Gustavo Petro, ese “Cuasimodo criollo” que atormenta las alucinaciones de los autoconvocados “guardianes de la moral y las buenas costumbres”, ejemplos vivos del sepulcro blanqueado de Mateo 23:27. En sus delirios más teatrales, juran verlo nadar en el Sena junto con una sardina, escalar ebrio la Torre Eiffel llevando a cuestas una oscura princesa, oler flores en Montparnasse de la mano de ciertas compañías que ellos juzgan tan cuestionables como diversas en su orientación sexual.
Mientras el pueblo ve en Petro a un líder y un estadista de respeto mundial, ellos ─envueltos en espejismos y vapores de alcohol barato─ apenas logran imaginar a un noctámbulo Cuasimodo criollo, adicto a sustancias desconocidas, vagando con un séquito de gárgolas medievales. Y me queda la duda: ¿será que esa adicción al poder, combinada con sus propios fantasmas de familia y clase, les hace ver espectros y delirios europeos? ¿O será más bien que el licor que consumen en sus propias bacanales ya no tiene la calidad suficiente que ya no les permitir ver que este país cambia, se mueve y camina con decisión hacia la justicia social?
Estos ‘sepulcros blanqueados’ de la moral fabrican espectros para ocultar su putrefacción interna. Alucinados con Petro, pretenden esconder la podredumbre que ellos mismos abanican tras sus corbatas.
El problema no es ver fantasmas, sino ser incapaces de no ver la realidad.