Secularmente excluido y perseguido, resiste, y hoy, como logro de su lucha, se visibiliza
René Ayala
@reneayalab
Las vacaciones nos llevaban a ese paraje bucólico, que al rastrearlo en la memoria es casi fantástico. Viajando por carreteras destapadas en destartalados “UAZ”, que nos sacudían literalmente las entrañas atravesando trochas que rompían la montaña.
En cada pequeño pueblo parábamos y venía el ritual de saludos de mi madre con los viejos conocidos, mientras los campesinos que habían salido a vender algunas gallinas o racimos de plátano, cuadrar la venta de la cosecha y a llevar sus mercaderías para “adentro”, buscaban espacio en el techo del campero ruso para montar sus bultos con las compras y encontrar un lugar para acomodarse.
Entre tanto, nosotros, los niños de “afuera”, vomitábamos por el mareo de la licuadora motorizada, los hedores y la densa atmosfera de la cabina, pero luego, sin vergüenza, pedíamos alguna galguería que ofrecían frente a la agencia de transportes.
Después de horas de travesía, llegábamos al pintoresco pueblito que veíamos difuso entre la bruma. Era día de mercado. Me llamó la atención que no era necesariamente domingo, el día ceremonial para estos menesteres, pensaba, cuando me estremeció la gritería.
Percibí la pequeña agitación del lugar: los caballos relinchando amontonados en las esquinas y sus jinetes tomándose una agria, la aglomeración para comprar chorizos y mazorcas, los fieles con sus mejores galas desfilando por la única calle como si fuera una pasarela y todos saludando con desparpajo y amabilidad.
Reencuentro
Había casi que escalar para llegar a la empinada meseta que se alzaba colosal a mis ojos y que parecía tan habitual para mi madre y sus hermanos. Luego, estábamos en la casa de bareque que sobresalía escondida entre naranjos, buganvilias y violetas.
Una pequeña platanera se divisaba tras de la casa donde se alzaba una pendiente con cultivos de café y caña. Era una casona con un largo corredor que terminaba en una cocina gigante de leña, donde en el umbral estaba mi abuela sonriendo por la alegría de reencontrarse con su clan.
Después de matar las gallinas con destreza de alquimista, mi abuela organizaba el almuerzo en un santiamén, y mandaba a buscar con el obrero de confianza, el viejo Herminio, a los chicos, que ya estábamos corriendo por los alrededores maravillándonos con el gigantesco motor verde de diésel generador de energía, la despulpadora de café, y los cimientos de la casa vieja donde creció nuestra madre.
Al anochecer, descubrimos que el motor no servía, ya no eran los tiempos cuando el abuelo vivía. Era una finca cafetera andina venida a menos después de las repetidas crisis del café de mediados del siglo XX. Sobrevivía el carácter y el empeño de mantenerse en el territorio y tener activa la tierra.
Esas noches alumbradas con la tenue luz de las velas, traían consigo un escenario mágico que conjuraba cualquier temor a la oscuridad y sus desconocidos sonidos. Los vecinos llegaban con sus tiples a tocar sus canciones endulzados con el guarapo que se fermentaba eternamente en moyas de barro.
Contaban historias fantásticas, de mitos, sustos, apariciones y encantos, y de quienes, con bebedizos extraños y conocimientos ancestrales caminaban toda la comarca sin que los vieran. No eran entidades fantasmagóricas, poseían el don de hacerse invisibles.
La resistencia
Esas historias de seres invisibles las escuché luego en diferentes parajes campesinos. Hacen parte de su acervo, cosmovisión y caracterizan su devenir como hombres y mujeres del campo, con un halo de misterio que va con ellos, de su picardía y su trayectoria vital.
Las oí en el valle del Cimitarra, el nordeste y Catatumbo, siempre con la noche como testigo, como escenario perfecto para echar a andar su dramaturgia silvestre. Los cuentos de los campesinos invisibles, que caminan por senderos, cierran los pórticos y talanqueras, espantan al zorro, y cuidan la vereda y la casa del acecho de los criminales que desde la chulavita les amenazan.
El campesino invisible es un personaje recurrente, picaresco e intrépido. Pero en la realidad de la condición campesina, ser invisible es un estigma que lo excluye y niega como sujeto. La violencia política ha estado atada al pasado de la hacienda semifeudal y la aparcería, la inexistencia de políticas en el campo y la persecución a la resistencia campesina para negar cualquier asomo de reforma agraria.
Mientras en México el agrarismo fue protagonista de la formación como nación y en todo el continente hubo reformas agrarias, aquí la respuesta violenta de furiosas lógicas regresivas ha condenado al campesinado a la miseria, obligándolo a la resistencia.
En nuestra memoria colectiva, ningún campesino es resaltado. De hecho, la constituyente del 91, para superar la vetusta carta impuesta por el conservadurismo más retardatario, lo caracterizó como “trabajador agrario” desdibujando su dimensión socio cultural, desconociendo el significante político que representa esta comunidad clave en la realidad, pero negada en la legalidad.
Y allí están…
Pero el campesinado está allí, porque sin ellos no habría comida, que es vida. Y gracias a su lucha visible y digna, a su movilización en los territorios olvidados y excluidos, fue determinante para elegir el gobierno del cambio, que impulsa la postergada reforma agraria y que logró modificar el Artículo 64 de la Constitución, que lo reconoce como sujeto de derechos y especial protección.
La lucha por la tierra vive, por eso la hegemonía los excluye, porque Juan de la Cruz Varela o Jacobo Prías Alape no son paladines de su modelo, son su némesis, y deben ser invisibles. Pero allí están, cada mañana en la cebolla que picamos y la papa que cocemos, en el arroz a fuego lento, la panela dulzona de la caña que manos callosas recogieron en mulas para moler en el viejo trapiche, ese es el trabajo campesino, visible, palpable, saboreable.
Me contaba don Lorenzo Camacho, en el Valle del río Cimitarra, recordándome esas noches lejanas de cuentos en la casa de mi abuela, cómo se hizo invisible para salvar a su familia al tener que huir de Yacopí en los años setenta cuando mataban a los campesinos comunistas, y llegó a ese territorio en las faldas de la serranía de San Lucas a construir su vida, sus sueños y a seguir luchando, -ya no somos invisibles- me dijo, -pero si nos toca volver a serlo, estaremos por ahí, caminando, resistiendo-. Me acompañan siempre, los campesinos invisibles como él.