Juan Guillermo Ramírez
Las historias de Jane Austen, en sus novelas o en sus múltiples adaptaciones al cine y la TV, también suelen confundirse con comedias románticas y no lo son. La autora británica viene a la mente al ver Amores materialistas, porque trabajan en el mismo terreno, difícil, fascinante y a veces escabroso, en el que se mezclan los sentimientos y la economía. Pero en donde Austen observaba con agudeza las realidades que enfrentaban las mujeres en la Gran Bretaña de la época de la Regencia, en la que su subsistencia dependía de los hombres (padres, maridos, hermanos), Song presenta un retrato plano y bastante deprimente de las mujeres de la Nueva York del siglo XXI.
En la secuela de Vidas pasadas de Celine Song, Dakota Johnson interpreta a una casamentera de la ciudad de Nueva York atrapada entre un diseñador ideal y un ex novio pobre. El trabajo de la cineasta coreano-canadiense es modesto en su alcance e íntimo en su sentimiento, pero escuche atentamente sus palabras, por no hablar de sus silencios, y oirá susurros de una ambición grandiosa, incluso cósmica. Vidas pasadas (2023), fue un relato a pequeña escala, pero asombrosamente expansivo de confusión cultural y romántica. La historia saltaba a través de países y décadas, saltando fluidamente a través del tiempo (veinticuatro años hacia atrás, doce años hacia adelante, y así sucesivamente) con una tranquila confianza en el panorama general. Los tres personajes principales, modelados en Song, su esposo y su amor de la infancia, hablaron del concepto de inyeon, derivado del budismo, que postula que el amor no solo está predestinado, sino que también se perfecciona a través de los siglos, a través de ciclos interminables de renacimiento.
La comedia romántica no ha resucitada. Aunque Song demostró ser prometedora con su incursión en el cine, este guion es menos intencional en todos los aspectos, y las actuaciones de los actores no enriquecen la narrativa. La torpe insistencia en que las relaciones son transaccionales, sin importar cuánto dinero gane una pareja, carece de cualquier perspectiva significativa, lo que resulta una historia que no funciona. Amores materialistas es un triángulo. Nadie conspira contra nadie, pero tampoco nadie invoca proverbios antiguos. Se desarrolla en la Nueva York actual, aunque hay dos escenas que enmarcan la trama, ambientadas en tiempos prehistóricos, en las que vemos a dos cavernícolas embarcarse en un romance temprano. El amor, sugiere la película, ha sido un asunto estratégico y material, una cuestión de caza. La película no suena mucho como una comedia romántica, al menos no en el sentido convencional. Las canciones en consonancia con la banda sonora deprimente de Daniel Pemberton, viran hacia una rapsodia metropolitana melancólica: “Manhattan” de Cat Power, “I Guess the Lord Must Be in New York City” de Harry Nilsson. Los personajes coquetean y hablan con sinceridad, pero Song ha extirpado cualquier rastro de energía del ritmo y el diálogo; dirige a sus protagonistas hacia episodios de lánguida introspección. Se anhela un poco más de vigor cómico y estallido. Solo cuando Lucy y Harry discuten sobre la economía de las citas, el guion se aproxima al ritmo astuto y brillante de las bromas.
La puerta de entrada a este universo es Lucy, una casamentera exitosa con nueve matrimonios concretados. Como muchas heroínas de historias románticas, ella sabe cómo funciona el matrimonio y el amor no es un elemento central en la ecuación. Lucy está soltera y solo se casará con un millonario. En una fiesta de casamiento, conoce a Harry, quien tiene el perfil indicado y, lo que comienza como un intento de reclutarlo para presentárselo a sus clientas, se convierte en una relación. Todo sería perfecto si no estuviera dando vueltas John, su exnovio, un actor que trabaja de camarero y vive con tres compañeros en un sucio departamento. Con esos datos, la trama y su final se revelan por sí solos. Song decide introducir elementos dramáticos y una crisis de identidad para la protagonista, que le cuestiona todas sus ideas sobre su trabajo y lo que quiere. Esta búsqueda permitiría ir un poco más allá de la superficie de lo que suelen hacerlo las comedias románticas. Al decantarse luego por un camino tradicional, genera un ruido en la construcción del personaje y las ideas. Lo que sucede es que Song entra en el terreno de Austen, cuyas historias nunca son superficiales y tienen algo para decir sobre las relaciones amorosas y materiales, pero no logra la gracia, el ingenio y hasta la ironía que la autora británica utiliza como vehículo para estas reflexiones. La belleza de Amores materialistas está en lo visual; Song sabe cómo filmar personas y lugares de un modo poético y atractivo. También está en el encanto de los tres protagonistas y de las dimensiones que Johnson logra darle a un personaje que no resulta el más amable para acompañar, convenciéndonos de que vale la pena seguirla hasta el final, aunque el camino resulte árido y el arco del personaje no convence. Carece de los personajes desarrollados y la tensión triangulada. La historia no cumple su promesa de revivir la comedia romántica.
Si el concepto coreano de in-yun —o los hilos invisibles del destino que conectan a las personas a través de las líneas temporales— es la alegoría romántica de Vidas Pasadas (2023) de la dramaturga y cineasta Celine Song, entonces la jerga financiera es el lenguaje amoroso de Amores materialistas. Los neoyorquinos abordan el romance como un «trato comercial» y discuten hasta la saciedad los «bienes materiales» y el «valor» de las parejas potenciales, lo que pone de relieve el enfoque astuto y capitalista que los solteros desesperados aportan al mundo de las citas. La película carece de la fineza de personajes y la química. Alejarse de la vida personal de Song puede haber resultado menos inspirador para ella como escritora, pero aún menos convincentes son las actuaciones centrales de Dakoka Johnson y Pedro Pascal, cuya falta de magnetismo mutuo atenúa la tensión inherente a un convincente triángulo amoroso.