Mientras en Bogotá el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán desataba una insurrección popular que fracturó la historia política de Colombia, en una aldea palestina llamada Deir Yassin, las milicias sionistas perpetraban una masacre que sellaría el inicio del desplazamiento forzado palestino. Dos tragedias paralelas que revelan cómo la violencia puede nacer del mismo corazón del poder
Anna Margoliner
@marxoliner
El 9 de abril de 1948 el calendario se detuvo en dos lugares del planeta.
En Bogotá, a la 1:05 de la tarde, Jorge Eliécer Gaitán, líder liberal y voz de los sectores populares, fue asesinado frente a su oficina en la Carrera Séptima. Su muerte desató una insurrección espontánea que cambiaría para siempre la historia política del país: el Bogotazo.
A casi diez mil kilómetros de distancia, ese mismo día, en una aldea palestina llamada Deir Yassin, las milicias Irgun y Lehi (Stern Gang) —grupos paramilitares judíos vinculados al proyecto sionista— irrumpían en las casas de los habitantes asesinando a hombres, mujeres y niños.
Dos hechos distintos, una misma raíz: el uso de la violencia como lenguaje político frente al colapso del orden existente.
Deir Yassin: el horror fundacional
El ataque comenzó al amanecer. Deir Yassin era una aldea agrícola de unos 600 habitantes, situada a pocos kilómetros de Jerusalén. Las fuerzas del Irgun, comandadas por Menachem Begin —quien décadas después sería primer ministro de Israel—, y del Lehi, avanzaron con armas automáticas y granadas.
Según un informe de la Cruz Roja Internacional, elaborado por el oficial británico Richard Catling, los combatientes “penetraron casa por casa, lanzando explosivos y disparando sin distinguir entre combatientes y civiles”. Catling documentó también casos de mujeres violadas antes de ser ejecutadas y cuerpos arrojados a pozos y fosas comunes.
Las cifras varían: el reporte de la ONU habló de 107 muertos, mientras que testimonios palestinos recopilados por el historiador Walid Khalidi elevaron la cifra a más de 250 víctimas. “Deir Yassin no fue un accidente, fue una advertencia”, escribió el historiador israelí Ilan Pappé en The Ethnic Cleansing of Palestine (2006). “El mensaje para los árabes palestinos fue claro: si no se marchaban, serían exterminados.”
El terror causado por la masacre provocó un éxodo inmediato en las aldeas cercanas. Fue el preludio de la Nakba —la catástrofe palestina—, el desplazamiento de más de 700.000 personas tras la proclamación del Estado de Israel.
Bogotá: la esperanza asesinada
Ese mismo día, mientras los habitantes de Deir Yassin huían de los disparos, Bogotá ardía. El asesinato de Gaitán, ocurrido en pleno centro de la capital, desató una furia popular que tomó por sorpresa a las autoridades. En cuestión de minutos, los tranvías fueron incendiados, las oficinas asaltadas y los edificios gubernamentales atacados por una multitud que clamaba justicia.
El periodista Eduardo Zalamea Borda escribió en El Tiempo que “la ciudad parecía un volcán de ira y dolor: no había dirección, solo rabia”. El movimiento gaitanista, que hasta entonces había buscado una transformación pacífica desde la democracia, fue aplastado por la represión. El Bogotazo marcó el inicio de una nueva etapa de la violencia política en Colombia: el fin de la posibilidad reformista y el comienzo de una guerra civil no declarada.
“La muerte de Gaitán fue para Colombia lo que la destrucción de Deir Yassin fue para Palestina: un punto de no retorno”, escribió la Comisión de la Verdad en su informe de 2022 sobre el origen del conflicto. “Ambos pueblos comprendieron que el poder no dialoga cuando tiene miedo.”
Violencias espejo
Aunque separados por miles de kilómetros, ambos acontecimientos reflejan tensiones semejantes.
En Palestina, la partición impuesta por la ONU en 1947 dividió un territorio ancestral sin consultar a sus habitantes. En Colombia, la élite bipartidista había excluido sistemáticamente a las mayorías obreras y campesinas.
En los dos casos, el 9 de abril fue el día en que esas presiones estallaron. Deir Yassin selló con sangre el nacimiento del Estado de Israel; el Bogotazo inauguró la era moderna de la violencia política colombiana.
El filósofo palestino Edward Said escribió en 1986 que “Deir Yassin fue el pecado original de un Estado que se fundó sobre el olvido del otro”. En la misma línea, el historiador colombiano Herbert Braun señaló en Mataron a Gaitán (1987) que “el Bogotazo fue el grito ahogado de un pueblo que había creído en la palabra y terminó creyendo solo en el fuego”.
Memorias en ruinas
Hoy, Deir Yassin ha desaparecido. En su lugar se levanta el barrio israelí de Givat Shaul, donde las ruinas de las casas palestinas fueron cubiertas por estacionamientos y muros de concreto.
En Bogotá, el edificio donde Gaitán fue asesinado fue demolido y reconstruido. Su figura fue convertida en estatua, más símbolo que acto vivo.
Sin embargo, la memoria persiste. Cada 9 de abril, los palestinos recuerdan la Nakba y los colombianos conmemoran el Día Nacional de las Víctimas. Ambos pueblos reconocen que la violencia no solo destruye vidas, también borra futuros posibles.
“La historia tiende puentes invisibles entre las víctimas del mundo”, escribió Ilan Pappé en una carta a Haaretz. “Y si miramos bien, el dolor de un campesino palestino en 1948 no era distinto al de un obrero colombiano ese mismo día.”
El eco de los muertos
Setenta y siete años después, las preguntas siguen abiertas: ¿Quién cuenta la historia cuando los muertos no pueden hablar? ¿Puede una nación nacer del fuego sin repetir su destino?
Quizá la respuesta esté en reconocer que, más allá de las fronteras, toda masacre es una forma de silenciamiento político.
Y que tanto en las calles de Bogotá como en las colinas de Jerusalén, el 9 de abril de 1948 sigue ardiendo en la memoria de quienes se niegan a olvidar.







