Rocío Quintero Gil
Colectivo Leonardo Posada – William Agudelo
El abordaje que se ha hecho de los hechos ocurridos en el Hogar Infantil Canadá Sede F, en la ciudad de Bogotá, ha sido marcadamente superficial y reduccionista. Predomina una lógica que busca individualizar responsabilidades dentro del sistema educativo, sin cuestionar las estructuras que lo configuran ni las condiciones materiales que posibilitan este tipo de violencias. Este escrito, por el contrario, propone ir más allá de la narrativa inmediata y visibilizar las fallas estructurales del Estado capitalista, el cual, aunque constitucionalmente obligado a garantizar la protección integral de la infancia (art. 44 de la Constitución Política de Colombia), ha delegado esta función a operadores privados, transfiriéndoles recursos públicos sin establecer mecanismos de control rigurosos ni efectivos.
La Asociación Parque el Canadá, actual operador del jardín mencionado, no sólo administra este contrato específico, sino que ha suscrito 67 contratos adicionales con el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) en Bogotá, por un total que supera los 32.643 millones de pesos. El contrato referido fue firmado pocos meses antes del escándalo mediático que dio visibilidad al caso, lo cual evidencia una problemática más profunda que trasciende la coyuntura. Esta masiva concesión de fondos públicos a entidades privadas ilustra el modo en que el neoliberalismo ha penetrado el funcionamiento del Estado colombiano, haciendo de la tercerización el modelo predominante para la prestación de servicios sociales esenciales. Con ello, el Estado no solo externaliza funciones vitales, sino que abdica de su deber de vigilancia, fiscalización y garantía efectiva de los derechos humanos.
Tercerización de servicios: precarización y violencia
Este caso evidencia de forma contundente las contradicciones inherentes al capitalismo en la gestión de los servicios sociales. Aunque la atención a la infancia se reconoce como un derecho fundamental, en la práctica se ha entregado a operadores privados que compiten por contratos estatales, muchas veces en función de su capacidad de reducir costos antes que de garantizar calidad. Estos prestadores, como se ha señalado, suelen acumular decenas de contratos y tienen bajo su responsabilidad a miles de niños y niñas. Desde una perspectiva económica, se trata de contratos lucrativos, lo cual debería traducirse en estándares superiores de atención. Sin embargo, la lógica del capital impone una racionalidad distinta: maximizar rentabilidad, incluso a costa de la seguridad infantil.
Las denuncias previas contra el presunto abusador apuntan a una falla estructural más amplia: estos operadores suelen contratar personal sin estabilidad laboral, sin garantías mínimas, y con procesos de selección que, aunque formalmente regulados, son frecuentemente laxos o incumplidos. A pesar de la existencia del Registro Nacional de Inhabilidades por Delitos Sexuales (Ley 1918 de 2018), y de que el ICBF exige comités técnicos de validación de personal, los hechos demuestran que estas medidas han sido insuficientes o mal aplicadas. Así, la tercerización no sólo fragmenta la responsabilidad estatal: también precariza el trabajo del cuidado y debilita las garantías de los niños, volviendo opaca la rendición de cuentas.
Cuando los derechos sociales se convierten en mercancía, lo que prima no es la dignidad de los sujetos, sino la eficiencia de la gestión administrativa. La infancia se convierte en materia prima del negocio de la asistencia, y el enfoque se centra en metas cuantitativas —como número de niños atendidos o raciones servidas—, mientras se minimizan los costos “indirectos” como la formación del personal, la seguridad estructural o la estabilidad laboral. Esta lógica busca garantizar la mayor tasa de retorno posible para los operadores, incluso si ello implica exponer a los más vulnerables.
La infancia en la superestructura capitalista
Tal como plantea Louis Althusser en su teoría sobre los aparatos ideológicos del Estado, las instituciones educativas —incluidos los jardines infantiles— desempeñan un papel central en la reproducción de las condiciones materiales de existencia del sistema capitalista. A través de ellas se consolidan no sólo aprendizajes funcionales al aparato productivo, sino también formas de disciplina, jerarquía y subordinación social. La educación infantil, en ese sentido, no sólo forma para el trabajo: también naturaliza las violencias estructurales, encubiertas bajo discursos de cuidado y asistencia.
La privatización y mercantilización de los derechos fundamentales profundiza esa función ideológica. Cuando el cuidado infantil se gestiona bajo lógica empresarial, los niños son tratados como objetos de atención, no como sujetos de derecho. Esto vacía de contenido el concepto mismo de derecho, y fortalece una ideología funcional a la hegemonía burguesa: aquella que convierte la responsabilidad colectiva en oportunidad de negocio, y el sufrimiento en externalidad administrativa.
El presunto abuso sexual ocurrido en el Hogar Infantil Canadá no es un hecho aislado ni puede analizarse como simple “fallo individual”. En toda América Latina se han documentado múltiples casos de negligencia o violencia sistemática en servicios de protección infantil. Un caso paradigmático —aunque diferente en contexto— es el del Hogar Casa de Belén, en Argentina, donde durante la dictadura militar funcionó un centro de detención y apropiación de menores encubierto como espacio de cuidado. Aunque no es posible equiparar ambos casos, sí comparten una estructura en común: el uso del aparato institucional del cuidado como dispositivo de control, silenciamiento y reproducción de la violencia de clase.
Estos y otros ejemplos revelan cómo el Estado burgués, bajo el manto de la asistencia social, perpetúa mecanismos de dominación. Las víctimas suelen ser niños y niñas de sectores populares, y el modus operandi se repite: negligencia institucional, ausencia de supervisión, estructuras opacas y burocracias que garantizan la impunidad. Lo que debería ser una red de protección se transforma en un engranaje más de la maquinaria de exclusión y control social.
Hacia una reapropiación colectiva del cuidado
El caso del Hogar Infantil Canadá Sede F debe ser leído no como un accidente, sino como la consecuencia directa de una estructura social que convierte los derechos en negocios y la vulnerabilidad en capital político o financiero. Denunciar al individuo agresor es necesario, pero no suficiente. Lo verdaderamente urgente es develar el entramado sistémico que permite que tales hechos ocurran —y se repitan— sin que se transformen las condiciones que los originan.
Este análisis invita a cuestionar el modelo de tercerización estatal, exigir el fortalecimiento de la vigilancia pública con participación popular efectiva, y recuperar el sentido político del cuidado como derecho, no como mercancía. La infancia no puede seguir siendo gestionada desde la lógica del contrato y la rentabilidad, sino desde una ética de lo común que ponga la vida en el centro. Solo desmontando las formas neoliberales de gobernanza social será posible garantizar entornos verdaderamente protectores, emancipadores y justos para nuestras niñas y niños.