Tras la masacre en la escuela Sandy Hook, una nueva legislación sobre un moderado control a la venta de armas ligeras, de iniciativa gubernamental, aviva la polémica sobre una costumbre endémica en la sociedad norteamericana. Sin una educación a fondo de los ciudadanos, la medida resultará inocua
Alberto Acevedo
Cinco semanas después de la escabrosa matanza de niños en la escuela Sandy Hook, en Newtown, un distrito del estado de Connecticut, que estremeció a la opinión pública norteamericana por la frialdad con que se cometió el crimen, el presidente Obama ha presentado a discusión del Congreso, como había prometido, un paquete de normas legales que busca establecer un moderado control a la venta de armas cortas.
La propuesta de la Casa Blanca no apunta a un control efectivo en la venta de armas cortas. Apenas sí, de manera tímida, para no desatar las poderosas fuerzas de la ultraderecha militarista, propone prohibir la venta de rifles de asalto, de cargadores con capacidad superior a diez proyectiles y certificar la identidad y los antecedentes criminales de los compradores.
Pese a lo timorato de la iniciativa, considerada por algunos como positiva, su curso por el legislativo no parece estar exento de tormentosos debates. Enfrentará, desde luego, el cabildeo en contra de la poderosa Asociación Nacional del Rifle, ANF, estrechamente vinculada al Partido Republicano, a los poderosos consorcios productores de armas, y que defiende, como un principio constitucional, el derecho de cada ciudadano a portar un arma.
Pero la cerrada oposición de la ANF a cualquier restricción en el comercio de armas ligeras no es la causa principal de esta epidemia. Esta radica en el poder político y económico de la intrincada red de la industria armamentista norteamericana, que tiene como aliada una cultura del armamentismo dentro de la sociedad de ese país, una morbosa fascinación por las armas de fuego.
Locura armada
Para muchos norteamericanos portar un arma les representa cierto estatus social, una especie de expresión de libertad, de seguridad, cuando en realidad es una manifestación de atraso, de amenaza constante de muerte, de regreso a las épocas del viejo Oeste.
Estadísticas recientes hablan de una especie de locura armada entre los norteamericanos. Se calcula que entre una tercera y una cuarta parte de los hogares portan un arma. Son alrededor de 280 millones de armas en manos privadas en Estados Unidos. El año pasado había 81 armas por cada cien ciudadanos. En ese marco de cosas, la tasa de homicidios relacionados con armas de fuego es la más alta de los países industrializados.
A partir de los hechos de la escuela de Sandy Hook, se disparó la venta de armas de este tipo y de municiones para dotarlas. En este lapso se han registrado además no menos ocho mil solicitudes diarias de ingreso a la Asociación Nacional del Rifle y aumentan los aportes individuales. Es curioso que una de las ONG más representativas de la lucha contra la venta de armas en Estados Unidos, el Centro Brady, tenga un presupuesto de 30 millones de dólares al año, mientras que el de la Asociación Nacional del Rifle es de 300 millones anuales.
Bonanza
Organismos defensores de derechos humanos se preguntan, no obstante el tinte progresista de la propuesta gubernamental de establecer controles, si el gobierno de los Estados Unidos y en particular el presidente Obama tienen autoridad para proclamar una cruzada contra la venta de armas, amén de si logran sacar adelante su iniciativa.
Según un estudio reciente de la revista The Christian Science Monitor, el gobierno de Obama ha sido lo mejor que le ha podido pasar a la industria de las armas de fuego durante los cuatro años de su mandato. Las utilidades obtenidas por éstas, han sido las mejores de las últimas décadas. El año, pasado ascendieron a 31.800 millones de dólares. Las más representativas: Ruger & Co, multiplicó sus utilidades en un 86 por ciento, mientras que Smith & Wesson las incrementó en un 41 por ciento.
Pero la esquizofrenia armamentista no para allí, involucra a todo el aparato de poder del Estado. No hace mucho, el congreso norteamericano aprobó el gasto militar para 2013, que asciende a la astronómica cifra de 633 mil millones de dólares, equivalente al 58 por ciento del gasto militar de las diez mayores potencias del mundo, seis veces el presupuesto en armas de China.
Generando guerras
Estados Unidos posee las fuerzas armadas más poderosas, es el mayor vendedor de armas en el mundo. Alimenta a países como Israel en su política de exterminio al pueblo palestino. Es el país que más guerras ha estimulado en el planeta. En 200 años de existencia republicana, los Estados Unidos se han involucrado en al menos diez grandes guerras, incluyendo dos conflagraciones mundiales y las agresiones a Vietnam, Afganistán, Irak entre otras naciones. Es decir, ha contribuido o causado directamente una guerra cada veinte años.
La humanidad paga no sólo el pesado fardo de la carrera armamentista en términos económicos. También en vidas humanas. Cada día, en el mundo mueren 1.500 personas a causa de los conflictos armados. Y 26 millones de permanecen desplazadas hoy a causa de la guerra.
En este marco de cosas, la iniciativa de frenar en alguna medida el comercio de armas cortas y largas entre ciudadanos norteamericanos, es un paso adelante. Hay que desarmar a las personas y desarmar sus mentes. Desde el 14 de diciembre pasado, cuando se produjo la matanza de Newtown, han fallecido 734 personas a causa de disparos. La tarea por delante es ardua.
Niños sin nombre, sin rostro
La imagen del presidente Obama, compungido, con lágrimas en los ojos, saludando a los familiares de los niños acribillados por un pistolero psicópata en una escuela de Connecticut, le dio la vuelta al mundo. “Estas tragedias deben terminar”, dijo con voz entrecortada el jefe de estado de la nación más poderosa del mundo.
Pero este mismo sentimiento de pesar, no lo expresan, ni el presidente Obama ni su equipo de gobierno, cuando se trata de los niños de Pakistán, de Irak, de Yemen o los de Somalia, abatidos por los drones (aviones no tripulados) norteamericanos, que disparan indiscriminadamente dejando centenares de muertos dentro de la población civil.
La misma lógica de dolor expresada frente a la tragedia de Sandy Hook, deberían expresar frente a los niños caídos en países ocupados por guerras de invasión norteamericanas y de sus aliados de la OTAN.
Para ellos no hay lágrimas, ni se publican fotos en los grandes diarios, ni entrevistan a sus familiares sobrevivientes. Y a pesar de que los niños caídos en estas guerras son iguales de importantes, para la Casa Blanca y la opinión pública norteamericana son niños sin nombre, sin rostro, sin dolientes entre los grandes manejadores de la opinión pública internacional.
Un estudio de las facultades de Derecho de las universidades de Stanford y Nueva York, indicó que en los tres primeros meses de gobierno de Obama murieron, solamente en Pakistán, 64 niños a causa de los bombardeos norteamericanos.